Los postigos verdes by Georges Simenon

Los postigos verdes by Georges Simenon

autor:Georges Simenon [Simenon, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Psicológico, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1950-06-30T16:00:00+00:00


Segunda parte

1

Contemplaba, asqueado, a aquellos bichos que a diez metros de profundidad se comportaban más o menos como vacas, en un paisaje no muy diferente de ciertas campiñas. El verdor oscuro se ondulaba, se alisaba a ratos como barrido por una brisa, y la mayoría de los peces permanecían inmóviles, comiendo o digiriendo. Algunos cambiaban de sitio, lentamente, para detenerse de nuevo, husmeando de vez en cuando a sus semejantes cuando pasaban junto a ellos.

Eran los habitantes del banco de arena; no muy grandes, de dorso oscuro, aquellos seres solo despedían un destello plateado cuando se volvían un poco y mostraban el abdomen.

Los grandes estaban más abajo, en el valle, una hendidura estrecha, clara, casi luminosa, debido a la franja de arena que formaba el fondo. Vivían allí diferentes especies, a niveles distintos, cada una con una conducta propia. Los grandes no eran más que rápidas sombras, a ras del fondo, mientras que un poco más arriba, en el hueco de una roca, si uno movía adecuadamente el cebo podía verse cómo asomaba la recelosa cabeza de un viejo congrio.

A Maugin aquello le producía vértigo y le mareaba. Entonces miraba hacia otro sitio, pero el vértigo persistía largo rato. El mar era como una balsa de aceite, de un azul denso, cubierto de una pátina dorada, pero, aun así, respiraba, y era la del mar una respiración amplia, serena, insensible. Era lo que más odiaba Maugin, ese movimiento lento del que, una vez en tierra, no lograba zafarse a lo largo del día y que, por la noche, todavía le parecía que zarandeaba su cama.

El sol estaba ya en lo alto y abrasaba. Le ardía la piel desnuda de los hombros y del pecho.

—Creo que no deberías tomar tanto sol —le había dicho Alice.

Al principio se alejaba asqueado de los que se dejaban achicharrar en la playa, dándose la vuelta como en una sartén cuando tenían un lado a punto; no solo eran jóvenes, gigolós y señoras de medio pelo, sino también hombres maduros, ancianos, grandes empresarios con importantes responsabilidades y que sin embargo jugaban a eso con la mayor seriedad del mundo, con premeditación, poniéndose gafas especiales que les conferían un aspecto de pescadores de esponjas, y se untaban el cuerpo con aceite.

—Tengo mucho calor —había dicho en una ocasión suspirando, quitándose la camisa y dirigiendo una mirada indecisa a Joseph.

—Tendrá más calor si se la quita.

—Y la brisa ¿qué?

—¿Y el sol?

Con el tiempo, acabaría pareciéndoseles. ¿Le faltaba algo más? Tenía ya el barco. Tenía a Joseph, que llevaba una gorra de capitán de barco. Todavía no se había traído los prismáticos, pero tenía unos en la casa, junto a la ventana de su habitación.

La víspera, cuando regresaron a puerto, poco antes de las once de la mañana, anunció a Joseph:

—Mañana nada de pesca.

—¿Usted cree, señor Émile?

—No solo lo creo. Lo sé. Porque lo decido yo, ¿no?

—Bueno, ya veremos.

Por muy Maugin que fuera, en ese lugar todos le llevaban la contraria y no se privaban de tomarle el pelo.



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