Los jardines cifrados by Carlo Frabetti

Los jardines cifrados by Carlo Frabetti

autor:Carlo Frabetti [Frabetti, Carlo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 1997-12-31T16:00:00+00:00


ESTABA NUBLADO Y, tal vez porque amenazaba lluvia, no había casi nadie en el Retiro.

No podía quitarme a Pedro de la cabeza. Llevaba varios días desaparecido, y la policía no tenía ninguna pista. Y, naturalmente, tampoco podía dejar de pensar en Elena. Tenía que hacer algo. Estaba dispuesto a cualquier cosa para aclarar aquel misterio, pero no sabía ni por dónde empezar.

Casi sin darme cuenta, me encontré ante el Palacio de Cristal. En las escaleras que llevan directamente al estanque de los cisnes, había un curioso personaje: un enano pelirrojo y de poblada barba, con un chándal de felpa verde cuya capucha llevaba puesta. El contraste entre su barba roja y el verde chillón del chándal, junto con el hecho de que llevara puesta la capucha, le daba al enano un aspecto un tanto inverosímil: parecía recién salido de una ilustración de un viejo cuento de hadas.

Lo mismo debieron de pensar un par de muchachos de unos dieciocho años que pasaban en aquel momento. Uno le dio un codazo al otro y dijo en voz alta, para que el enano lo oyera:

—Mira a ese. Blancanieves debe de andar cerca.

El enano se volvió hacia ellos y, desafiante, replicó:

—La que debe de andar cerca es Heidi, y se le han escapado un par de borregos.

—Es gracioso el enano, ¿eh? —le dijo a su compañero el que había hablado antes—. ¿Será igual de gracioso pasado por agua?

El enano intentó alejarse rápidamente del borde del estanque, pero los dos jóvenes le cerraron en paso y lo agarraron por los brazos.

Tal vez hubiera sido más prudente increparles, pero no tuve tiempo de pensar. Corrí hacia ellos y llegué justo en el momento en que se disponían a tirar al enano al agua. Como los dos muchachos tenían las manos ocupadas en sujetar a su víctima, que se debatía furiosamente, y además me daban la espalda, no me fue difícil agarrar a uno por el cuello y derribarlo. El otro intentó propinarme un puñetazo, pero el enano, libre de tres de las manos que lo sujetaban, lo empujó con fuerza y lo hizo trastabillar. Entonces agarré al agresor por el brazo y tiré de él. Mi tirón, unido a su propio impulso, le hizo perder el equilibrio y rodó por el suelo aparatosamente. Sin decir palabra, los dos jóvenes se levantaron y se fueron corriendo.

—¡Volved, gallinas! —les gritó el enano—. ¿No os apetece daros un baño?

Tras soltar una alegre carcajada, se volvió hacia mí y me tendió la mano.

—¿Se encuentra bien? —pregunté mientras estrechaba aquella mano pequeña pero fuerte y nudosa.

—Mejor que nunca. Ver correr a esos dos me ha rejuvenecido. Gracias, amigo, me ha librado de un buen chapuzón.

—Me alegro de haber llegado a tiempo. No está el día para darse un baño.

—Me va a permitir que le haga un pequeño obsequio en señal de gratitud —dijo el enano metiéndose la mano en el bolsillo del pantalón.

—Por favor, no puedo aceptarlo —dije, pensando que iba a ofrecerme dinero. Pero lo que sacó del bolsillo fue una bolsita de plástico cerrada con cinta adhesiva.



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