Los Hermanos Karamazov by Fiodor Dostoyevski
autor:Fiodor Dostoyevski [Dostoyevski, Fiodor]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Clásico
ISBN: 9788499083940
editor: Unknown
publicado: 2011-01-31T23:00:00+00:00
CAPÃTULO IV
TINIEBLAS
¿Hacia dónde corria? No es dificil suponerlo. â¿Adónde puede haber ido sino a casa del viejo? Es evidente que desde el domicilio de Samsonov se ha trasladado al de mi padre. Toda esta intriga salta a la vista.
Las ideas entrechocaban en su mente. No pasó por el patio de MarÃa Kondratievna.
âNo conviene sembrar la alarma. Esa mujer debe de ser cómplice, lo mismo que Smerdiakov. ¡Todos están comprados!
HabÃa tomado una resolución y no se volverÃa atrás. Dio un gran rodeo, pasó por el puentecillo y desembocó en una callejuela de la parte posterior. La calleja, deshabitada y desierta, estaba limitada por un lado por la cerca de un campo de cereales, y por el otro, por la empalizada que rodeaba el jardÃn de Fiodor Pavlovitch.
Para escalar esta empalizada, Mitia escogió el mismo sitio que habÃa utilizado muchos años atrás, según se contaba, Elisabeth Smerdiachtchaia.
âSi ella pudo saltar por aquà âse dijo Mitiaâ, ¿por qué no he de poder yo?
De un salto, consiguió aferrarse a lo alto de la empalizada. Trepó y pronto se vio sentado a horcajadas sobre las maderas.
Cerca estaban las estufas, pero Mitia sólo observaba las ventanas iluminadas de la casa.
âHay luz en el dormitorio del viejo. Gruchegnka está alli.
Y saltó al jardÃn. SabÃa que Grigori y Smerdiakov estaban enfermos, que nadie podÃa oÃrlo.
Sin embargo, con instintivo impulso permaneció inmóvil y aguzó el oÃdo. Un silencio de muerte le rodeaba. La calma era absoluta; no se movÃa ni una hoja... «Sólo se oye el silencio...»
Este verso acudió a su memoria. Luego se dijo:
âCon tal que no me haya oÃdo nadie... Creo que, en efecto, nadie me ha oÃdo.
Se deslizó por el césped con paso felino, aguzando el oÃdo, sorteando los árboles y la maleza. Se acordó de que habÃa debajo de las ventanas densos macizos de saúcos y viburnos. La puerta que daba acceso al jardÃn por el lado izquierdo estaba cerrada: lo comprobó al pasar. Al fin, llegó a los macizos y allà se escondió. ContenÃa la respiración. «Hay que esperar. Si me han oÃdo, estarán escuchando. Quiera Dios que no me entren ganas de toser o estornudar.»
Esperó un par de minutos. El corazón le latÃa con violencia. Respiraba con dificultad.
âEstas palpitaciones no cesarán. No puedo seguir esperando.
PermanecÃa en la sombra, tras un macizo iluminado a medias. â¡Qué rojas son las bayas de los viburnos! âmurmuró maquinalmente.
Deslizándose como un lobo, se acercó a la ventana y se levantó sobre las puntas de los pies. Entonces pudo ver el dormitorio de Fiodor Pavlovitch. Era una habitación pequeña y dividida en dos por biombos rojos, «chinos», como les llamaba su propietario.
«Gruchegnka está detrás de los biombos», pensó Mitia.
Y se dedicó a observar a su padre. Ãste llevaba una bata que Dmitri no habÃa visto nunca.
Era de seda, listada, y de su cintura pendÃan cordones rematados por borlas. El cuello, doblado y abierto, dejaba ver una elegante camisa de fina holanda y botones de oro. En la cabeza llevaba el pañuelo rojo con el que le habÃa visto Aliocha. Mitia pensó: «Se ha puesto guapo.
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