Los grandes cementerios bajo la luna by Georges Bernanos

Los grandes cementerios bajo la luna by Georges Bernanos

autor:Georges Bernanos [Bernanos, Georges]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Historia
editor: ePubLibre
publicado: 1937-12-31T16:00:00+00:00


III

El mundo será juzgado por los niños. El espíritu de la infancia juzgará al mundo. Evidentemente, la santa de Lisieux no escribió nada parecido, es posible que no tuviera una idea muy precisa de la maravillosa primavera que anunciaba. Quiero decir que seguramente no esperaba que un día se extendiera por toda la tierra, recubriera con su flujo perfumado, con su blanca espuma, las ciudades de acero, los caparazones de cemento, los campos inocentes aterrorizados por los monstruos mecánicos, e incluso el suelo negro de los pudrideros. «Haré caer una lluvia de rosas», decía ella veinte años antes de 1914. No sabía qué rosas.

* * *

El mundo será juzgado por los niños. No pretendo dar a estas palabras ningún significado propiamente místico. Paul Claudel tiene sus Vacqueries[8], como su viejo maestro Hugo. Los Vacqueries de Paul Claudel han conseguido que pierda el interés si no por la mística, al menos por Paul Claudel, pues no hay nada como un ingenuo y ferviente plagio para revelar que un prodigioso don de inventiva verbal siempre va acompañado de alguna necedad congénita. La palabra necedad, aplicada al visionario de La leyenda de los siglos, ya no le choca a nadie tras la muerte del llorado Paul Souday. Cuando la pronunció por primera vez, Barbey d’Aurevilly solo cosechó abucheos. Pueda yo también, por indigno que sea del viejo maestro de mi juventud, cosechar, recoger en mis manos la indignación de los imbéciles. Ciertamente, las circunstancias no favorecieron al profeta de Guernesey. Solo acertó a poner en versos inmensos la filosofía de Le Constitutionnel, la ciencia del señor Raspail; Paul Claudel se inspira en La Revue thomiste para los suyos.

* * *

Por otro lado, el Vacquerie que hay en Paul Claudel seguramente no habría bastado para apartarme de las vulgarizaciones poéticas de san Juan de la Cruz. Por suerte la tosquedad de mi carácter me aleja instintivamente de unas lecturas que para mí son desmesuradas. Si existiera un diccionario de mística —a lo mejor existe y todo— evitaría abrirlo, como evito abrir los de medicina o arqueología, porque siento demasiado respeto por la pequeña porción de conocimientos que poseo, que tanto me costó adquirir, para introducir en ella elementos dudosos. De todas las anfibologías, la incongruencia sublime me parece la más ridícula. ¿Por qué arriesgarnos a rompernos la crisma buscando en las cumbres unas evidencias que están al alcance de la mano? Me parece que, pese a mi incredulidad, la vida profunda de la Iglesia siempre me resultaría singularmente reveladora de las deficiencias secretas, de las alteraciones de la sustancia moral que transforman lenta y casi insensiblemente a los pueblos, y pasan inadvertidas hasta que de pronto estalla la crisis, por una combinación fortuita de circunstancias favorables que el historiador tomará sesudamente por causas. Cualquier observador de buena fe coincidirá conmigo en que la Iglesia es una sociedad espiritual de la que cabría esperar, a falta de una clarividencia sobrehumana, unas reacciones mucho más vivas y sensibles. Esta visión es incompleta, lo admito, pero no falsa.



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