Los espías de Varsovia by Alan Furst

Los espías de Varsovia by Alan Furst

autor:Alan Furst [Furst, Alan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2007-12-31T16:00:00+00:00


* * *

En el temprano anochecer invernal, Mercier subió a un Opel con matrícula alemana. El joven que lo conducía se llamaba Stefan y dijo pertenecer a una familia de exiliados instalada en Besançon.

—En el 33 —añadió—. En cuanto Hitler se hizo con el poder, mi padre hizo la maleta. Era un político socialista, y sabía lo que pasaría. Luego, cuando nos instalamos en Francia, enseguida apareció la gente para la que usted trabaja, que me ha mantenido ocupado desde entonces.

Entraron en Alemania con mucha facilidad, Stefan, usando un pasaporte alemán, y se dirigieron hacia el norte por la carretera a Tubinga, que pasaba por Schramberg.

—Tardaremos cosa de hora y media —dijo Stefan—. Lo llevaré al pueblo y luego hasta la carretera del bosque, donde lo recogeré mañana por la noche, así que fíjese bien en el sitio.

—Antes de la barrera.

—Mucho antes. Está a dos kilómetros y medio de la plaza del pueblo.

—Entonces, mañana por la noche…

—A las nueve y cinco. No salga del bosque hasta esa hora. Seré puntual. ¿Son maniobras de un solo día?

—Seguramente no, pero me quieren lejos mañana por la noche.

—Buena idea —opinó Stefan—. Es lo que yo digo, no hay que ser codicioso. Y tenga cuidado con los forestales.

—No se preocupe, mantendré la cabeza agachada.

—Siempre están en el bosque, cortando y podando. Si te paras a pensarlo —dijo tras una pausa—, éste es un país curioso. Muy ordenancista. Hay reglas para todo: las ramas de cada árbol sólo pueden rozar las de los otros lo justo y cosas por el estilo.

—¿Cómo sabe eso?

—Todo el mundo lo sabe, en Alemania.

Siguieron avanzando y cruzando bonitos pueblos suabos. En la plaza mayor, todos tenían su Christbaum, un gran abeto con velas encendidas y una estrella en lo alto. También había velas en todas las ventanas y coronas de acebo con bayas rojas colgadas en las puertas. A la entrada de cada pueblo, a un lado de la carretera, había un letrero en el que se atacaba a los judíos. A Mercier le pareció una especie de competición, porque no había dos iguales. Tras un Juden dürfen nicht bleiben —«Los judíos no pueden quedarse»—, venía un Wer die Juden unterstuzt fordert den Kommunismus —«Quien ayuda a los judíos fomenta el comunismo»—, seguido por el melodramático «El extranjero de los pies planos, el pelo crespo y la nariz ganchuda no disfrutará de nuestra tierra, nunca, nunca».

—Ése debe de ser un poeta aficionado —comentó Stefan.

—Cada cual publica donde puede —respondió Mercier.

—Bastardos… —masculló Stefan—. Me crié en medio de todo esto. Al principio, costaba creerlo —dijo poniendo segunda para subir una cuesta en la que el bosque parecía cerrarse sobre la oscura carretera. Stefan había estado charlando en el vacilante francés del exiliado, pero de pronto cambió a su lengua materna y murmuró—: Ihr sollt in die Hölle schmoren!

«¡Deberían arder en el infierno!».

Veinte minutos después, llegaban al pueblo de Schramberg. Unos cuantos oficiales de la Wehrmacht vagaban por las sinuosas callejas, parándose de vez en cuando en algún escaparate y reanudando el paseo para abrir el apetito antes de la cena.



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