Los dueños del viento by Patxi Ururzun

Los dueños del viento by Patxi Ururzun

autor:Patxi Ururzun [Ururzun, Patxi]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2016-08-23T16:00:00+00:00


* * *

A pesar de todo, poco a poco fui acostumbrándome a la inmensidad del mar y a la vida a bordo, a sus rutinas y su música, a los coros de los marineros cuando izaban las velas, a los juegos y las canciones, antes de acostarnos, a las cantinelas de los grumetes anunciando las horas durante las madrugadas, incluso a los gritos y los silbidos del terrible contramaestre, nada más amanecer.

Era este contramaestre un extremeño de cejas tupidas y fruncidas que portaba siempre consigo un silbato de plata y una pistola en el cinturón, a la que echaba mano cada vez que daba una orden. Los marineros lo temían y lo respetaban.

—Es la ley del mar —se resignaban, cuando él les imponía alguno de sus castigos, como achicar el agua podrida de la sentina o incluso cuando los mandaba azotar.

A los pocos días de embarcarnos, el grumete más joven fue perseguido por la cubierta por unos cuantos marineros, hasta que consiguieron reducirlo y atarlo a uno de los mástiles. Después, el cocinero Ostolaza se acercó hasta él con una gran sartén y golpeó violentamente con ella las nalgas del muchacho, un gesto que repitió entre grandes carcajadas toda la tripulación, incluido Kuthun, mientras el joven, un chico de mi misma edad, aullaba de dolor.

Los pasajeros parecíamos los únicos horrorizados por los golpes, pero de nada servían nuestras quejas y súplicas: desde el puente de mando el contramaestre observaba impasible aquel ritual de iniciación, sin hacer sonar su silbato de plata. Era la ley del mar, que nosotros no comprendíamos. Los pasajeros éramos solo un estorbo y nuestra misión en el barco consistía en molestar lo menos posible.

Al atardecer, sin embargo, la disciplina se relajaba, y tripulación y pasajeros nos reuníamos alrededor de las últimas brasas del fogón, para jugar a los naipes, cantar, escuchar historias o novelas, que alguien contaba en voz alta… Yo mismo leí algunas noches varias páginas de los libros que Axular me había regalado. Pero por lo general el tema de conversación acababa siendo siempre el mismo: el Nuevo Mundo, sus ciudades de oro y sus mujeres con la piel de bronce, que nunca se cansaban de amar; sus animales prodigiosos y sus tierras infinitas en las que aguardaban tesoros inabarcables y deslumbrantes, que cegaban a los hombres y los hacían enloquecer de codicia; Eldorado y las fuentes de la eterna juventud…

Durante aquellas veladas, los ojos de quienes las escuchaban brillaban en la oscuridad y de sus bocas entreabiertas ascendía al cielo un vaho que se retorcía en formas tan extraordinarias como aquellas historias, que la mayoría creía a pies juntillas. Y quienes no las creían dejaban volar su fantasía, para espantar el tedio y atraer el sueño. Tal vez por eso, a nadie le pareció un disparate la noche que uno de los pasajeros, un hombre alto y delgadísimo, con el pelo revuelto y una barbilla de chivo loco, que hasta entonces no había abierto la boca, se puso en pie y comenzó a hablar:

—En el Nuevo Mundo los mares se pueden secar con esponjas —dijo—.



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