Los colonos de Catán by Rebecca Gablé

Los colonos de Catán by Rebecca Gablé

autor:Rebecca Gablé [Gablé, Rebecca]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2001-12-31T16:00:00+00:00


Gunda no había visto lo que había pasado en el haya, ya que Asta le dijo que regresase a la cabaña con los niños y le ordenó que esperase allí. Sin embargo, había oído los gritos de Hacon y, cuando Austin regresó con el muchacho sobre sus hombros, estalló en sollozos.

—¡Le he matado! Ha sido mi culpa —gritaba con el rostro oculto entre las manos. El sajón se sintió sumamente aliviado al ver a Siglind aparecer en la puerta, pues un muchacho herido y una mujer histérica era más de lo que podía soportar.

Siglind se hizo cargo de la situación al instante. Cogió las manos de Gunda y, con voz tajante, le ordenó:

—Serénate. No está muerto. Ahora vámonos. No debemos molestar a Austin y Hacon. ¿Dónde están los demás esclavos?

Gunda se encogió de hombros.

—No lo sé. Probablemente se hayan escondido como suelen hacer cuando las cosas se ponen feas.

Sollozó, sin poder apartar la mirada de la espalda sangrienta de Hacon, pero intentó sosegarse.

Austin dejó al muchacho inconsciente en la cama, bocabajo y con la cabeza hacia un lado para que pudiese respirar.

—Necesito tu ayuda —dijo.

Siglind se quedó pensativa por un instante. Resultaba obvio que en ese momento no se podía contar con Gunda, además de que no convenía que estuviese allí cuando Candamir regresase.

—Lleva a los niños de Asta con su madre. Está en la casa de Harald —vio la prolongada mirada que Gunda dirigió a su hijo, pero le hizo un gesto tajante con la cabeza—. Déjalo aquí. Está dormido y ahora no te necesita. Yo cuidaré de él, no te preocupes. Pero ahora márchate.

Gunda sabía que era lo más acertado; no se sentía preparada para ver la cara de Candamir. Cogió al pequeño Hergild en brazos, a Fulc de la mano y salió, corriéndole aún las lágrimas por las mejillas.

Siglind esperó hasta que sus pasos cansinos se desvanecieron. Luego se dirigió a Austin y le preguntó:

—¿La matará Candamir?

El sajón estaba ocupado limpiando la sangre con un trapo mugriento. Sin levantar la mirada, se encogió de hombros y respondió:

—Supongo que sí.

Ella se acercó.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Necesito camomila para que no se le inflamen las heridas, y margaritas y cola de caballo para que cicatricen.

—Conozco la cola de caballo, crece en los prados húmedos que hay al lado del río, pero nunca he visto las otras dos.

—¿Caléndula y manzanilla? —dijo para ver si las conocía por ese nombre.

—Sí, crecen en el bosque. Las he visto no muy lejos de aquí.

El monje sonrió, aliviado.

—A ésas me refiero.

Siglind se dio la vuelta.

—Me daré toda la prisa que pueda —prometió.



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