Los cazadores by James Salter

Los cazadores by James Salter

autor:James Salter [Salter, James]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Bélico
editor: ePubLibre
publicado: 1955-12-31T16:00:00+00:00


14

No se quedaron mucho en el Astor. Esa mañana, DeLeo empezó a preparar el equipaje. Había hecho algunas llamadas y tenían una reserva en el Hosokawa. A Cleve no le entusiasmó la idea.

—¿Por qué? —preguntó—. Este sitio me parece perfecto.

—Te gustará más aquél. Te lo garantizo.

—No me apetece moverme. ¿Tiene bar?

—Por supuesto.

—¿Y barbería?

—No, barbería no.

—Lo sabía —dijo Cleve—. Allí tendremos que afeitarnos nosotros.

—Qué faena. ¿Por qué no te pones con el equipaje?

—Es que estoy acostumbrado a que me sirvan. Y el tipo aquí es un barbero fenomenal.

—¿Cómo lo sabes? Hoy te has afeitado tú solo.

—Me gusta su cojera.

—No me he fijado en que cojeara.

—Tiene una pierna mala. Creo que lo hirieron en la guerra. Tenía ganas de oír la historia mañana, con una agradable toalla caliente en la cara.

—Vamos. Quizá podamos volver en otro momento para un corte de pelo.

No fue un viaje largo. El Hosokawa estaba a menos de un kilómetro de allí. A su pesar, a Cleve le gustó nada más entrar. Antiguamente había sido la residencia de un príncipe, y unos jardines primorosos lo rodeaban. Además, tenía un marcado aire oriental. Se quitaron los zapatos en la entrada para ponerse las chinelas del hotel.

Pararon a tomar una copa en el bar y hojearon los periódicos. No decían gran cosa sobre la guerra. El frente estaba tranquilo, y no había habido acción aérea para nada. Fueron directos a almorzar. El comedor se abría a los jardines. Hacía una tarde excepcional. Los setos resplandecían al sol, y un arroyo claro como el hielo discurría silenciosamente entre las rocas dispuestas con esmero, veteadas por un musgo pálido. Eran los únicos clientes almorzando. Se respiraba, en conjunto, la dignidad de una mansión señorial. La comida era excelente. No habían desayunado y estaban hambrientos.

Esa noche empezaron en el Mimatsu, que DeLeo definió como un lugar de gran interés histórico. Tenía sus razones, dijo. Era un club nocturno del tamaño de un auditorio. Chicas de alterne en traje de noche fueron a sentarse con ellos.

—Piroto de combate, ¿no? —dijo una, sonriendo.

—¿Cómo lo sabes?

—Toros mismo piroto combate. Grande aquí —se señaló la muñeca, donde habría podido llevar un reloj, y luego a la entrepierna—, pequeno aquí.

Para aplaudir el espectáculo de cabaret les dieron una especie de petardos que estallaban en confeti. Cada número iba seguido por una salva de explosiones y ventiscas de papel de colores que flotaba entre las luces de los focos. La chica de DeLeo llevaba un vestido ceñido de raso violeta. Dijo que se llamaba Sunday. Parecía más indonesia que japonesa, y tenía una dentadura resplandeciente y alineada.

—Cada día es fiesta conmigo —sonrió.

Era como una comedia musical de marineros de permiso, pensó Cleve. En el centro de la pista de baile había una fuente bañada con un arcoíris de luces. DeLeo bebía y luego rompía la copa. La gente de las otras mesas se volvía cada vez que estrellaba una en el suelo, gritando, y el camarero le cobró una copa por cada ronda. Las aceitunas de los martinis quedaron alineadas en fila sobre el mantel, como soldados.



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