Lo Que Ocultan Los Paraguas by Javier Arriero Retamar

Lo Que Ocultan Los Paraguas by Javier Arriero Retamar

autor:Javier Arriero Retamar [Arriero Retamar, Javier]
Format: epub
Tags: adventure
editor: www.papyrefb2.net


7

El calabozo era una vieja caja de ladrillo situado en las afueras de San Petersburgo, junto a una ciénaga. El lugar donde nadie había querido construir su casa.

Las ranas croaban de tal modo que no podía dejar de oírlas, y en cuanto permanecía quieto sus brazos se cubrían de mosquitos. Reparaba cada poco las mosquiteras, pero de alguna manera conseguían entrar. Consideraba las picaduras un castigo adicional para los que pasaban la noche arrestados, pero los presos solían estar tan borrachos que caían inconscientes sobre el catre, y desde que él era sheriff nadie había pasado más de una noche allí.

Tenía un enorme escritorio de madera con las patas labradas en forma de garras de león, cedido por Alfred tras una renovación de su propio mobiliario junto a unas sillas tapizadas en terciopelo verde tan gastado que parecía piel de sapo. Cuando se sentaba en ese mismo escritorio que Alfred había usado no podía evitar sentirse un miserable cojo. Atisbar cómo hubiera podido brillar su vida como ese barniz que reflejaba el quinqué y preguntarse qué había ido mal, dónde estaba el error, el error definitivo y sin marcha atrás, en qué punto, qué decisión había sido la equivocada mientras se palmeaba los brazos y la cara y se rascaba, rascaba y rascaba hasta hacerse sangre. Perseguía ese error a lo largo de su vida como si fuera una mosca en el borde de la visión, y recordaba a Becky anudándole el pañuelo al cuello y cómo habían desfilado por San Petersburgo sin saber desfilar, con las piernas y los brazos rígidos, tratando ridículamente de mantener una especie de marcialidad.

Tom abrió el cajón de la derecha, donde guardaba los rostros de los forajidos en busca y captura. Desplegó sobre la mesa los carteles que había acumulado a lo largo de los años, traídos desde Constantinopla en el carro que llegaba una vez al mes con mercancía para el colmado. Dibujos a tinta. Hombres con bigote y barba o afeitados de tal forma que no lo parecían, con sombrero y sin sombrero, con pelo corto y largo, y bajo esos rostros, números que indicaban tallas y pesos y crímenes y a veces dinero. Tantos rostros que cuando Tom los repasaba en alguna tarde de hastío llegaba a la conclusión de que eran el mismo. Una idéntica expresión aviesa. Sospechaba que tenían más que ver con el estilo del dibujante que con un verdadero rostro. Una única representación del diablo tan adecuadamente amenazante que resultaba sutilmente cómica. Bastaría un buen peluquero para que aquellos tipos se convirtieran en uno, fuera cual fuera la forma de su nariz y el grosor de sus labios y la distancia entre los ojos. Uno solo. Bien peinado. Anodino. Apático. Incluso decente. Como una sucesión de cuerpos de los que se hubiera extraído aquello que les diferenciaba. Y Tom intuía que podría tenerlo delante sin llegar a reconocerlo. Que cuando lo encontrara estaría tan vivo como él mismo y también, de algún modo incomprensible, que el diablo contendría en su fondo su mismo cieno.



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