Las naves by António Lobo Antunes

Las naves by António Lobo Antunes

autor:António Lobo Antunes [Lobo Antunes, António]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2013-11-14T16:00:00+00:00


Diogo Cão las vio por primera vez cuando el rey nuestro señor mandó que se estableciese un tránsito regular de embarcaciones entre Portugal y Ámsterdam para colar en Europa las filigranas de los orfebres y la canela de las Indias, y a la llegada, con todos los barcos incólumes, nos encontramos con una ciudad de filósofos pulidores de lentes que circulaban por las calles en bicicletas anacrónicas. Vimos fragatas argentinas y cruceros turcos dormidos en el puerto, viejecitas que se admiraban ante nuestros mosquetes, nuestros adornos de lino y el hecho de que comiésemos con las manos, y por la noche, al pasear por la ciudad, el descubridor se encontró en una avenida pavimentada con pentágonos fosforescentes y reflejos de canales, con bares de ginebra de puerta en puerta y escaparates iluminados que mostraban, repantigadas en sillones de reyezuelo, a mujeres con ligas rojas que ondulaban hacia él sus aletas de cazón. De tal forma que se detuvo frente a una gorda alta, con los pechos desnudos y un puro olvidado en el carmín, y pensó, dándose una palmada en la frente de quien recuerda algo de repente, Caramba, ahora comprendo por qué nuestros ríos están desiertos, las ninfas han emigrado en cardumen hacia aquí.

Se hicieron necesarios los óseos argumentos de encíclica del capellán acerca del carácter inextricable de los juicios de Dios para convencerlo de no llevarse a dos o tres de ellas a bordo, entre las más poderosas y opulentas, con el fin de repoblar Caxias de ojos pintados de rímel y bragas transparentes, porque todas las noches, después de la cena con agua y tasajo, volvía a la avenida de los escaparates con una estupefacción inmensa, alisando con el pulgar su barba de marinero antiguo, casi atropellado por las bicicletas de minúscula rueda posterior que giraban en la atmósfera loca de la ginebra, y en la víspera del regreso se acercó tanto al trono de una abeja reina sin edad, con muslos solemnes, tumbada panza arriba en cojines de seda, que la mujer acabó distinguiendo a aquel bisabuelo con puñal, disfrazado como en carnaval, en medio de la multitud de turistas, lo invitó a entrar por una puerta lateral, y al subir los dos escalones me encontré contigo, amor de mi alma, ocupada en intentar correr sin éxito las cortinas del escaparate y ofreciéndome la amplitud de planisferio de las nalgas. Tuve que ayudarla a separar un par de argollas enganchadas una en otra y fue así como lo descubrimos desde la acera, encaramado en un banco en una habitación de puta, solucionando cuestiones de tapicero, y nos avergonzamos de tal manera que retrocedimos unos pasos hacia la sombra de los árboles del canal, con el afán de que nadie supusiese que éramos los subordinados, imagínese, de un idiota consumido por arrebatos ridículos, besando, a gatas, el culo de una furcia por una rendija de cortinas apenas cerradas, abrazándole los tobillos, rozando su mentón en las tetas deformes, una ramera más deleznable que los monstruos gibosos que



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