Las curanderas by Emanuela Valentini

Las curanderas by Emanuela Valentini

autor:Emanuela Valentini [Valentini, Emanuela]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2020-07-07T00:00:00+00:00


El presente

Ahora sabía que lo había hecho para curar a su padre. Era pequeña e inocente. La culpa era solo mía.

Confusa por la serie de emociones terribles que se estaban apoderando de mí, bajé del tronco y eché a correr por el bosque, mientras empezaba a oscurecer, gritaba, presa del dolor que llevaba dentro, encerrado en alguna parte, excavando kilómetros de galerías, como hacen los ríos bajo tierra, desde hacía veintidós años.

Un dolor agudo, cegador, furioso.

Ahora que la tormenta interior había visto la luz, nada volvería a ser como antes. Grité, corrí, me caí y me arañé la cara y los hombros con las zarzas y las ramas verdes. Me caí y me volví a levantar tantas veces que al final me quedé en el suelo, en medio del bosque, exhausta, sucia, herida y desesperada.

—¡Perdóname, Claudia! —grité con la voz que me quedaba en la garganta—. ¡Por favor! ¡Perdóname, perdóname!

Bajé al pueblo al anochecer, caminando lentamente, vacía, pero apretando con los dedos el hilo que unía, según mi teoría, el pasado con el presente.

Todas eran curanderas.

Saqué una pastilla de ibuprofeno del blíster que llevaba en la mochila porque mi cabeza estaba a punto de estallar.

Todas eran curanderas.

Todas las viejas habían muerto y ya no podían enseñar a nadie. Las jóvenes que habían sido secuestradas no envejecerían. Claudia estaba muerta y, sin duda, los huesos de Daniela, Giannina y Allegra estaban enterrados en algún rincón del bosque.

Y, de acuerdo con los cálculos del asesino, Rebecca era la última.

La última curandera.

Cuando llegué a la plaza, vi que Cesare la cruzaba y entraba en el bar. Corrí. Entretanto, me sonó el teléfono.

—¿Dónde sucedió, Sara? —Era Emilia.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué le ha pasado a tu voz?

—He gritado.

—La paloma.

—Ah, era un mirlo. En la carretera provincial, en la explanada de tierra batida, ya sabes, la que…

—Sí, sí, lo he entendido. No me gusta. Ven a mi casa en cuanto puedas, llevo toda la tarde aquí y… hasta luego.

—No, ¿qué ibas a decirme? —Sentí un escalofrío en la espalda—. ¡Emilia!

—Tengo la información sobre los huesos que faltaban, Sara.

Igual que había hecho dos horas antes, apoyé la espalda en la pared de piedra y miré fijamente el bar: no quería perder la oportunidad de hacer unas preguntas a Cesare, era el único que podía ayudarme a salir de ese berenjenal.

—Eran las manos.

Algo me estalló en la cabeza.

—Faltan las manos, Sara. Ven en cuanto puedas.

Las manos, la sanación con los signos. Otro rayo. Rachele escondía las manos y había dibujado a Rebecca antes de que desapareciera: ¿qué era lo que sabía y no lograba decir?

¿Y Marco? ¿Qué era lo que sabía pero no quería decir?

Saqué el dibujo arrugado que había cogido en la clínica y sentí un escalofrío en todo el cuerpo. A las niñas les faltaban las manos: los palitos que representaban los brazos terminaban en punta, sin los habituales apéndices, sin los dedos.

¿Podía ser una casualidad? ¿Mi imaginación? ¿Me estaba volviendo loca?

Me quité la mochila de la espalda y saqué el dibujo que me había regalado Giacomo.



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