Las columnas de Hércules by Paul Theroux

Las columnas de Hércules by Paul Theroux

autor:Paul Theroux [Theroux, Paul]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 1994-12-31T16:00:00+00:00


12

El transbordador Venezia a Albania

* * *

Hasta que no estuve a bordo del transbordador Venezia, rodeado de mujeres mal vestidas, con pantalones largos bajo las faldas gruesas, y de hombres entrecanos y tacaños, con gorras de tela y chándales raídos (tanto los hombres como las mujeres tenían cara de tortugas malhumoradas), no me di cuenta de que finalmente me dirigía a Albania. Lo había ensayado mentalmente con tanta meticulosidad que todo parecía inevitable. Había comprado el billete del transbordador en una agencia de Ancona. El transbordador salía de Bari, alrededor de trescientos kilómetros más al sur, de modo que fui en tren hasta Bari. Cuando regresaba a una ciudad, siempre volvía sobre mis pasos. En Bari, esto supuso el mismo hotel, la misma lavandería, restaurante, cierta librería, un paseo por el Corso hasta el puerto. Las mujeres de la lavandería se acordaban de mí, y una de ellas me dijo: «Pensamos que es usted una especie de artista». ¡Qué bonito! Pero se sorprendieron de que fuera a Albania, que a los de Bari les produce horror.

Otro hombre de Bari fue más directo.

—Los albaneses son muy sucios —dijo. Sporchissimi—. Y muy pobres. —Poverissimi—. ¡Quédese aquí!

Pero no había argumento capaz de detenerme. No es que estuviera decidido, sino que estaba programado para ir a Albania. Tenía mi billete para el transbordador, que me había costado cincuenta dólares. Tenía la ropa lavada. Tenía mi provisión de libros y pilas para la radio. Hasta tenía un mapa del lugar. No quería escuchar la opinión sobre Albania de ningún italiano; ninguno de los que conocí había estado allí. Pero hasta que no me encontré sobre la cubierta del Venezia, mientras salíamos del puerto en dirección al este, no se me ocurrió que no tenía visado para Albania. No tenía ni la más remota idea de adónde me dirigía, ni del porqué. Lo único que había hecho era ofrecerme a mí mismo como pasajero. Me había limitado a presentarme y decir: «Por favor, llévenme».

Pero ¿adónde? Le había dado tanta importancia a llegar a Albania que me había olvidado de los motivos que tenía para ir. A bordo, quise preguntarle a los demás con qué intenciones viajaban, pensando que podrían ofrecerme alguna pista sobre las mías, pero nadie se mostró demasiado hablador. Los pasajeros tenían mala pinta pero eran tranquilos. Los albaneses farfullaban en dialecto ghega o en tosco y no me hicieron ningún caso. Se ponían en cuclillas alrededor de pequeños paquetes de papel con comida, que contenían trocitos de carne de aspecto siniestro, corteza de pan que se desmigajaba y queso barato. No había demasiados niños, pero una familia que tenía dos hijos contaba entre sus posesiones, envueltas en cajas de cartón, con un caballito de balancín con pelo verde pegado por encima.

Las cubiertas del transbordador estaban abarrotadas de vehículos robados. Me habían dicho en Bari que los coches que iban en el transbordador a Durazzo los habían robado de las calles de toda Europa, les habían dado documentación nueva y los exportaban a Albania, donde los vendían en el mercado negro y después desaparecían por las carreteras polvorientas.



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