Las carabinas de Gastibeltsa by Marc Légasse

Las carabinas de Gastibeltsa by Marc Légasse

autor:Marc Légasse [Légasse, Marc]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1977-01-01T00:00:00+00:00


TERCER MOVIMIENTO

(1872-1876)

LARGO

1

Mayo de 1872

Al pie de los caballos, Gregorio, Nicolás y Santi Picandia ataban las hebillas de sus cinturones sobre unos uniformes con galones, apolillados vestigios de la revuelta de 1833. Su hermana quitó, con la palma de la mano, el fino polvo de las causas perdidas y su abuela hizo la señal de la cruz en la frente de cada uno de sus nietos: «¡Regresad!».

Era una mujer extraordinaria. En otros tiempos, cuando estaba esperando un hijo, todas las noches durante nueve meses, un pájaro volaba en el salón de la planta baja. Nadie lo veía entrar ni salir. Luego, desaparecía. A este pájaro le llamaban Kili-kolo. Más tarde, ninguno de los hijos de esta dama se dedicó a la caza. Lo que chocaba en un país donde los hombres pasaban el otoño matando pájaros, si es que no tienen soldados extranjeros para practicar el tiro.

Al final de la alameda, los jinetes embridaron a sus monturas para saludar a dos hombres encaramados en un magnolio.

La anciana dama se apoyó en el hombro de su nieta:

—Vi partir en su momento a Íñigo que no regresó, y luego allí en lo alto de ese árbol, a tu padre y a tu tío Tomás.

Apuntó con su bastón hacia el camino donde el polvo que habían levantado los caballos jugueteaba al sol.

—… y con esas vestimentas: ¡el traje para matar y ser matado! Cuando tus hermanos estén de vuelta, Catalina, quiero que se quemen esas ropas de muerte. No vamos a enviar a nuestros muchachos, de generación en generación, a luchar contra los extranjeros para que este país se conserve como Dios lo hizo.

Y mientras decía estas palabras, tenía la tranquila seguridad de las Madonas, en pie, con la planta del pie derecho sobre la cabeza de una culebra, encima de su medialuna.

En el salón de Txapel-Gorri, donde antaño volaba Kili-kolo, el anciano Tirso Picandia contemplaba su boina roja colgada de la empuñadura de una espada. Distraídamente escuchaba perorar a Petri-Paulo antes de su partida.

—Para defender los derechos de un país contra los extranjeros, hay que matar, don Tirso, con un fusil o con una espada. Uno es vasco para esto: para derramar sangre tan roja como una boina. Los demás, por el mundo, pueden pensar en su cosechas. ¡Nosotros tenemos que defender la tierra donde están plantados nuestros derechos!

Se pegó con el puño derecho la palma izquierda, recobró el aliento y prosiguió:

—Por lo demás, Dios es justo. Sabe que nosotros tenemos razón. Él atenderá nuestros espadazos.

—¡Bueno! ¡Adiós, Petri-Paulo! No hagas el tonto.

—Lo intentaré, don Tirso.

Tras estas palabras, el viejo cochero atravesó el salón y montó en su caballo.

A horcajadas sobre las ramas más altas del magnolio, Mikel y Tomás Picandia, con las manos formando visera sobre los ojos, seguían el galope de los jinetes. Ellos habían hecho antaño el mismo recorrido y estaban más o menos de vuelta de todo. Pero apreciaban la manera de saltar fuera de las realidades que es propia de las gentes de este país.



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