Las Campanas Gemelas by Lars Mytting

Las Campanas Gemelas by Lars Mytting

autor:Lars Mytting [Mytting, Lars]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2017-12-31T16:00:00+00:00


Cuarenta pieles de zorro y una esposa fiel

Kai Schweigaard adelgazó muchos kilos aquella primavera, y no solo porque la gobernanta hubiera dejado de servir especialidades navideñas. Primero menguó la grasa bajo la piel, después siguió enflaqueciendo y esta se arrugó en torno a los tendones. Los omóplatos se le marcaban bajo la sotana, parecía más viejo. Si la luz era escasa, daba la impresión de que su rostro había adquirido un tono azulado, sus manos eran más correosas, casi córneas, y, al afeitarse, el cuello se veía rugoso.

Las cenas con Schönauer habían enmudecido hasta resultar soporíferas, a pesar de que se servían las ricas truchas que, curiosamente, aquel era capaz de pescar con caña en esa época del año. Mas lo que hundió del todo a Kai Schweigaard fue una semana entera de entierros. El nuevo arreglo de hacer los funerales en la iglesia casi le había costado la vida. Había errado al calcular el trabajo que le llevaría escribir discursos sobre gente de la que no sabía nada, además de la perversa diferencia temporal entre el deshielo del suelo y el de los muertos. La helada perduraba en la tierra del cementerio mucho tiempo después de que el sol de primavera fundiera la nieve. Solo un par de pulgadas bajo la hierba y las palas tropezaban con roca dura, pero hacía mucho que los cadáveres se habían ablandado dentro de los cobertizos y los pajares, y el olor de los féretros empezó a filtrarse por los linderos del bosque y los campos cultivados. Los zorros rojos andaban de puntillas por las esquinas de las casas, los perros aullaban día y noche.

Una vez más, las fuerzas de la naturaleza danzaron triunfantes sobre la tapa del féretro. Por las noches dormía mal, a veces Astrid Hekne daba un rodeo y se colaba en sus sueños, pero cada mañana debía despertarse para oficiar más entierros. Las reservas de leña se agotaron y el colono de las tierras de la parroquia mandaba a la gente a buscar abetos secos. Redujo la duración de las ceremonias al mínimo y, para que la gente resistiera el olor pestilente, todas las puertas estaban abiertas de par en par. En otros países era habitual poner flores de penetrante aroma alrededor del ataúd, con preferencia por las lilas, cerezo y lirios, pues reprimían el olor a muerte, pero allí arriba necesitaban las flores ya, y aún faltaban semanas para que brotaran las hojas.

Con frecuencia pensaba que la pestilencia de la muerte lo perseguiría todo el verano. El olor dulzón y nauseabundo de cuerpos en descomposición, la tierra que los recibía agradecida. Celebraba seis entierros diarios y dejaba que las hogueras siguieran ardiendo mientras llevaban a cabo el rito de echar un puñado de tierra, sobre todo porque el olor del humo apaciguaba el tufo a podrido bajo los tablones del féretro. Estuvo tentado de celebrar los últimos rituales al aire libre, pero resistió y dio un sermón excelente cuando por fin hubieron dado sepultura al último de los fallecidos del invierno.



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