Las arrugas del tiempo by Purificación Estarli Pérez

Las arrugas del tiempo by Purificación Estarli Pérez

autor:Purificación Estarli Pérez [Estarli Pérez, Purificación]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2014-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo 16

......

A la casa de los señores de Ruiz se la conocía en todo el pueblo como «la casa grande», no había en Armilla otra tan solemne y señorial como la suya. Se trataba de una majestuosa residencia de mediados del siglo XIX donde vivían doña María y su esposo, don Gregorio de Ruiz, maestro en las escuelas nacionales y alto cargo de la Falange de Armilla. La casa, que en su día se restauró, presentaba una fachada blanca, impoluta, con azulejos azules y blancos en forma de cenefa sobre ventanas y balcones. Lo que más llamaba la atención de «la casa grande» era la falta de un tejado como tal, con sus tejas y sus cornisas típicas de la época, en su lugar se alzaba una gran terraza que ocupaba todo el perímetro de la casa y que le daba aspecto de castillo, pues la balconada consistía en simples vigas de ladrillos de poco más de un metro de altura, formando un liviano enrejado vertical. El cómo había llegado «la casa grande» a las manos de los señores de Ruiz era todo un misterio en el pueblo que permitía a la gente inferir suposiciones sobre su origen y suerte. Cada familia tenía su propia historia que defendían con datos bien argumentados: que si don Gregorio la heredó de su abuelo, que si estaba vacía y los padres de don Gregorio se apoderaron de ella ilegalmente, que allí vivía una familia que no podía permitirse ese lujo y se la vendió a don Gregorio por cuatro perras gordas… Todas conjeturas y suposiciones porque nadie, en realidad, conocía la verdadera historia de «la casa grande».

Colgado de una percha de alambre a la que Encarnación había liado trozos de retales de sábanas viejas, llevaba Carmen el traje de doña María cubierto en una especie de funda de cuadros. Se lo había echado sobre el brazo izquierdo y con la mano derecha sujetaba la percha para que, si se le resbalaba del brazo, no se le cayera al suelo. Caminó solo unos metros y ya tenía el brazo medio dormido por la incómoda postura, pero no podía ponerlo de otra forma sin que se arrugase el dispendioso traje.

Sin embargo, algo la distrajo de su incipiente malestar por un momento. Iba carretera abajo cuando se dio cuenta de que en casi todas las viviendas si no ondeaba una bandera roja y negra, lo hacía la nacional bicolor, incluso había casas donde coexistían ambas. En alguna ocasión pudo ver a algunos hombres encaramados temerariamente en los tejados de sus viviendas, a modo de trapecistas, para colocar sus preciados símbolos lo más alto posible y que todo el mundo los pudiera ver bien, así como si fueran estandartes reales. Tan grande fue su postergación que estuvo a punto de tropezar y caer por mirar tan ridículas y peligrosas escenas. Carmen pensó que quizá a eso se refería su padre cuando dijo lo de «adornar las casas», lo que no sabía con certeza era si su tía



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