Las afueras de Dios by Antonio Gala

Las afueras de Dios by Antonio Gala

autor:Antonio Gala [Gala, Antonio]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1999-03-01T00:00:00+00:00


7

No tardó Nazaret en idear una fuente de ingresos que aminorara la perpetua penuria de la casa, sostenida sólo por parte de las pensiones de los asilados con derecho a ellas, por las aportaciones declinantes de sus familias, y por alguna, muy poca, subvención de la oficialidad. Nazaret, que principiaba a moverse con cierta soltura en los ambientes piadosos madrileños, fundó La Alcancía de la Misericordia. La dirigía un comité de donantes, y en ella entraban los donativos algo casuales de la casa madre, la generosidad de las personas de la ciudad y las limosnas que ingresaban los amigos de la Misericordia. La presidenta de La Alcancía era una conocida aristócrata, que colaboró a formar el resto del comité. El comité actuaba con largueza, y La Alcancía engrosaba no sólo a través de sus cuotas y las cotizaciones de los afiliados, sino a través de óbolos puntuales: donaciones extraordinarias que hacían personas extrañas a la organización, anónimamente o no, y limosnas suplementarias de los asociados con ocasión de alguna fiesta o con motivo de alguna necesidad imprevista o por el cumplimiento de una promesa, o simplemente por el incremento de su celo y de su caridad. Asimismo, en comercios, en clubes, en iglesias, en recepciones de hoteles, incluso en bares discretos no lejanos a la casa, se colocaron alcancías de barro de buen tamaño, en las que los clientes depositaban limosnas, no siempre tacañas.

La salud de la superiora flaqueaba. Nazaret decidió mantenerla en su celda, atendida de manera impecable, el mayor tiempo posible. Ella era el alma del asilo y como tal debía ser considerada. Sólo el empeoramiento último provocaría su traslado a la zona correspondiente con los otros ancianos.

Sin excesiva prisa, Nazaret fue visitando y haciéndose cargo de todas las secciones. Comenzó por una que siempre la había atraído, la de los voluntarios. Conocía superioras de otras casas que eran bastante opuestas a ellos. Se fundamentaban en que, por lo general, los voluntarios, benévolos aquí, terminaban por abandonar, desanimados o enfriados. Y defendían que el personal que atendiera a los ancianos, aparte de las monjas, había de ser profesional. Por supuesto que la vocación sería miel sobre hojuelas, pero hasta el personal vocacional debía ser pagado, para que la casa adquiriese el derecho a exigir puntualidad, constancia y eficiencia. Las labores de los voluntarios solían ser accesorias: gestionar el orden y la limpieza, la policía en algunas casas, cuando no pudieran acometerlas los mismos ancianos; dar de comer a los inválidos o acostarlos; estar presentes a la hora de comenzar a repartir los desayunos; acompañar a los enfermos en las visitas médicas… Había una señora muy constante, que se ofreció como voluntaria a la muerte de su madre en el asilo. Era un ejemplo para los demás benévolos. Sin embargo, llegó un momento en que no pudo soportar el olor de los viejos. Duró pocos días más de una temporada. Y Nazaret la consideró admirable a ella y comprensible su retirada. Su mención fue el pretexto de una arenga:

—Los



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