Las abuelas del canuto by Cristina Fernández

Las abuelas del canuto by Cristina Fernández

autor:Cristina Fernández [Fernández, Cristina]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Entre Libros
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo 12

Un secreto a voces

Era ya domingo. Me arreglé para ir a casa de mi hija Ana, que había organizado con toda la ilusión del mundo una comida familiar.

Acudimos todos a su cita, arreglados, perfumados y, sobre todo, vestidos con una amplia sonrisa al ver a los mellizos. ¡Pero qué rebonitos estaban, coñe! La niña de mis ojos era preciosa, morena y con ojos azules como el mar, pero es que el chiquillo… ¡Sus ojos eran casi blancos de lo azules que los tenía! ¡Menudo bombón!

Ya en casa de mi hija, todos reunidos, llegó Éric, que traía a Anais. Saludaron a todos con besos y abrazos, excepto a mí, que no sabía por qué me había saltado. Anais sí que me saludó. Aunque estaba dolida, no quise darle importancia, diciéndome que no se habría dado cuenta.

—¿Dónde habéis dejado a Conan? —le pregunté a mi hijo para romper un presunto hielo que no sabía si existía.

—En casa —espetó escueto, casi sin mirarme.

No quise darle más importancia, aunque sí que confirmé algo: sí se había dado cuenta del desplante. Es más, lo había hecho a propósito. Disimulé como pude mi cabreo, mimé a mis nietos y bromeé con mis hijas y mi yerno. Ana nos puso un vermú casero mientras terminaba la paella.

—¿Qué le pasa al niño contigo? —me preguntó Sebas en un susurro, acercándose a mí. Había salido a la terraza, y hacía un sol delicioso.

—Pues ni idea. —Sonreí—. ¿Te has dado cuenta?

—Claro que me he dado cuenta —dijo, encendiéndose un cigarrillo—. ¿Quieres que le diga algo?

—Déjalo, Sebas —le agradecí—. En casa hablaré con él.

Asintió, sonriendo.

—Si se viene arriba, dímelo —me hizo saber el padre de mis hijos, siempre dispuesto a ayudar. Bueno, eso ahora que estábamos separados, porque no sé por qué no era así cuando vivíamos juntos.

Asentí con la cabeza, dejando la conversación a un lado. No quería pensar en la razón por la que se había ofendido el señorito.

La comida con mis hijas transcurrió con tranquilidad, con brindis, risas, bromas y besos y achuchones a los pequeñajos de la familia. Después del café nos despedimos. Ana hacía carita de cansada, así que nos marchamos todos a media tarde.

Estaba sola en casa ya, poniendo una colada y cambiando el agua del bebedero de Conan, cuando oí la puerta abrirse y cerrarse. Era Éric con Anais.

—Buenas —los saludé secamente.

—Buenas tardes —me contestó Anais—. Me voy ⸻anunció, y le dio un beso a mi hijo en la boca de manera fugaz.

«¡Bien! Están saliendo», me alegré mientras le sonreía al verla marcharse. Cerró y vi a Éric allí parado en el comedor, esperando algo. No sé qué.

—¿Se puede saber qué te pasa? —le pregunté directamente, mirándolo.

—Eso digo yo —me espetó indignado—. ¿Qué hacías en el puerto ayer?

Cerré los ojos al oír la pregunta. Estaba claro que ya había hablado con sus amiguitos.

—Fuimos a cenar al restaurante El Port. —Me ceñí a la historia que le habíamos contado a la policía—. Quimeta se mareó y bajamos al parque, y allí nos atracaron.

—¿Os atracaron? —repitió incrédulo—.



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