Lancelot y Elaine by Alfred Tennyson

Lancelot y Elaine by Alfred Tennyson

autor:Alfred Tennyson [Tennyson, Alfred]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Poesía, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1859-01-01T00:00:00+00:00


Entonces se alzó el anciano servidor mudo, y la muerta,

impulsada por el mudo, fue corriente arriba

—en su mano derecha el lirio, en la izquierda

la carta: su brillante cabello era un torrente—,

y toda la manta era de tela de oro

recogida en su cintura, y ella iba de blanco

toda excepto su rostro, y ese rostro de facciones claras

era bello, pues no parecía estar muerta,

sino profundamente dormida, y yacía como si sonriera.

Aquel día Sir Lancelot en el palacio solicitó

la audiencia de Guinevere, para dar al fin,

por valor de medio reino, su costoso don,

ganado duramente y a duras penas con magulladuras y golpes,

con muertes ajenas, y casi con la suya propia,

los diamantes por los que luchara nueve años: pues vio

a uno de la casa real, y lo envió ante la Reina

con su deseo, a lo que la Reina accedió

con tal y tan impasible majestad,

que bien podría haber parecido su propia estatua, salvo que él,

inclinándose hasta casi besar sus pies

en leal admiración, vio mirando de reojo

la sombra de algún trozo de encaje puntiagudo,

en la sombra de la Reina, vibrar contra el muro,

y partió, riendo en su cortés corazón.

En un mirador del lado veraniego,

recubierto por vides, del palacio de Arturo sobre el arroyo,

se encontraron, y Lancelot arrodillándose dijo: «Reina,

Señora, mi soberana, en quien hallo mi gozo,

tomad lo que no habría ganado salvo por vos,

estas joyas, y hacedme feliz, haciendo de ellas

un brazalete para el brazo más redondeado de la tierra,

o un collar para un cuello ante el cual el del cisne

es más pardo que el de su cría: éstas son palabras:

vuestra belleza es vuestra belleza, y yo peco

al hablar, pero, oh, conceded a mi adoración de vuestra belleza

palabras, como concedemos lágrimas a la pena. Tal pecado en palabras

tal vez ambos podemos perdonar: pero, mi Reina,

oigo rumores volando por vuestra corte.

Nuestro vínculo, al no ser el de marido y mujer,

debe contener una confianza más absoluta

para compensar ese defecto: dejad correr los rumores,

¿cuándo acaso no han corrido? En ellos, como confío

que vos confiáis en mí en vuestra nobleza,

no puedo creer que vos creáis».

Mientras él así decía, mitad de espaldas, la Reina

rompía de la vasta vid que abarcaba el mirador

hoja tras hoja, y las arrancaba, y las tiraba,

hasta que todo allí donde se hallaba de pie estuvo verde:

luego, cuando él se detuvo, con una mano fría y pasiva

recibió de inmediato y dejó a un lado las gemas

sobre una mesa cercana, y replicó:

«Quizás sea yo de creencia más rápida

que lo que vos creéis, Lancelot del Lago.

Nuestro vínculo no es el de marido y mujer.

Tiene esto de bueno, tenga lo que tenga de malo:

se lo puede romper más fácilmente. Yo por vos

todos estos años he despechado y agraviado

a uno a quien siempre en lo profundo de mi corazón

reconocía como más noble. ¿Qué es esto?

¡Diamantes para mí! Habrían valido el triple

por ser vuestro don, si no hubierais perdido vos el vuestro.

Para un corazón leal el valor de cualquier don

debe variar según el donante. ¡No son para mí!

¡Son para ella! Para vuestro nuevo amor. Sólo esto

concededme, os lo ruego: manteneos apartados en vuestro gozo.



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