La venganza by Jaime Alfonso Sandoval

La venganza by Jaime Alfonso Sandoval

autor:Jaime Alfonso Sandoval [Sandoval, Jaime Alfonso]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil, Fantástico, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 2015-01-01T05:00:00+00:00


* * *

Las minas del nido de Dauratus eran tan inmensas que en algunos puntos llegaban a tener más de dos mil metros de profundidad. En ese abismo, un millar de pequeños umbríos, esclavos sanguaza, reptaban como insectos, a veces sostenidos por frágiles cuerdas o solo con la fuerza de sus sangrantes garras. Les llamaban rascadores. A la espalda llevaban un cesto en el que depositaban el oro. Trabajaban en medio de un calor agobiante, y en tal oscuridad no tenía sentido gastar en lámparas para ellos. Los capataces, que descansaban en andamios, solían golpearlos con un fuete al ver que alguno bajaba el ritmo. La mayoría de esos raquíticos nosferatus nunca saldrían de ahí. Habían sido vendidos por sus padres o eran hijos de otros esclavos; por lo tanto, pertenecían a la mina. Cada minero solía durar unos doscientos años antes de morir de agotamiento, o menos, si el capataz tenía un mal día y buscaba con quién desquitarse.

Carolus Fogg a veces volvía a soñar con su infancia en la mina.

Eran tiempos terribles. Faltaban muchos siglos para que pudiera salir de ahí (luego de matar a tres capataces y a dos guardias), y un siglo más para que encontrara el empleo como criado de un mago oscuro que le enseñaría secretos de la necromancia. Faltaba tanto para que se hiciera experto en el uso de venenos y hechizos encubiertos, y casi mil años para que se hiciera rico. En ese sueño volvía al inicio de todo, cuando se encontraba colgado en un abismo, con un pico en la mano, rodeado de cientos de rascadores, todos como él, desnutridos y asustados. Debían entregar una cuota diaria de oro, de lo contrario serían azotados y no tendrían derecho a comida.

Carolus llevaba noventa horas sin conseguir nada. Sudaba tanto… La sed era tan honda que dolía respirar. Entonces vio un leve destello. Rascó apenas y a su mano cayó una pepita de oro rojo, el más preciado. Los rascadores creían que aparecían en par. Carolus continuó rascando con renovadas fuerzas, y encontró una grieta por la que se podía ver una pequeña cámara donde resplandecía un brillo rojizo. Si encontraba una nueva veta le darían un premio, tal vez comida por un par de semanas. Carolus miró alrededor para cerciorarse de que nadie más hubiera visto su descubrimiento, abrió la grieta y entró… Al principio tuvo que arrastrarse pero al poco trecho el espacio se hizo más amplio. Había rocas y pepitas, cada una más grande que la anterior. El resplandor del fondo le anunciaba que había más. Perdió la cuenta de cuántos trozos de oro rojo había puesto en su cesto cuando supo que tenía que recordar algo. Algo del oro, del peligro que encerraba.

Pero eso era imposible, porque el oro nunca había sido malo. Era su trabajo, y si daba lo suficiente nadie lo golpearía. Al momento Carolus se dio cuenta de dos cosas: no tenía por qué hacer el trabajo de esclavo, eso había sido hace miles de años, y no estaba ya en una cueva, sino en un lago con aguas de un color negro lustroso, como tinta.



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