La suerte de Luciano by Jack Higgins

La suerte de Luciano by Jack Higgins

autor:Jack Higgins [Higgins, Jack]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Intriga, Novela
editor: ePubLibre
publicado: 1982-11-14T16:00:00+00:00


* * *

La atmósfera en el interior del «Junkers» era de extrema excitación, mientras se dirigían a la costa de Sicilia, en plena noche. Collinson anunció por el intercomunicador:

—Cabo Granitola, lo veremos inmediatamente. Lo conseguimos, señor, ¡lo conseguimos! Un lanzamiento perfecto.

—Salvo por ese estúpido que se entretuvo en barruntar cosas hasta el final —repuso Grant—. Sólo Dios sabe en dónde ha ido a dar. Estábamos a varios kilómetros del objetivo cuando saltó. ¿Qué demonios hacía?

Y entonces Collinson, con la mirada fija en el equipo «Lichtenstein», dijo:

—Tenemos compañía. Un serio problema.

Un «Junkers» emergió de la niebla a estribor. Un segundo después, otro se situó a babor.

—Es mejor que mire hada atrás. Otro nos sigue por la cola. ¿Qué hacemos?

—Me parece que lo que debemos hacer es conectar con su frecuencia —dijo Grant. Y eso fue lo que hizo/

Oyeron un poco de estática, y una voz dijo en correcto inglés.

—Gran pájaro negro, nos hemos sentido muy solos sin ti. La última vez que te vimos fue sobrevolando Argelia, hace un mes. Has tardado mucho en volver a casa. Ahora es mejor que bajemos tranquila y amigablemente, que tomes tierra en la base de Otranto y que lo aclaremos todo.

—¡A la mierda con vosotros! —exclamó Grant y realizó la misma operación que en aquella memorable ocasión del «Dakota», a su regreso de Malta.

El piloto del «Junkers» de cola, levantó el morro desesperadamente y se hundió en picado, pasando por debajo y Grant detrás suyo, recurriendo al sistema G2 para ganar potencia, manteniéndose fuerte, como todos los grandes pilotos, hasta estar muy cerca. Su pulgar apretó el botón y la metralla alcanzó al otro aparato, produciendo grandes orificios en el fuselaje. Se originó una gran llamarada que llegó a convertirse en una bola de fuego al desintegrarse el «Junkers».

En aquel mismo momento, el aparato de Grant recibió el impacto de la metralla, pues tenía a uno de los otros dos cazas detrás suyo. Instantáneamente trazó una pirueta, fruto del reflejo de muchos años de combate que acudía en su ayuda, y un momento después las nubes se lo habían engullido.

—¿Todo bien? —gritó.

—Lo tenemos mal por aquí —repuso Collinson—. Un orificio en el fuselaje por el que podría entrar un «Morris diez».

Volvieron a sentir los impactos de la metralla y Grant dijo:

—Voy a descender a nivel del mar. Sujétate, Joe, y sabremos si esos malditos saben volar.

Emergió de la cobertura de nubes a trescientos metros de altura y mantuvo el rumbo. Probablemente aquélla era la aventura aérea más arriesgada de todas cuantas hubiera intentado nunca, porque la única iluminación partía de la luna, de vez en cuando y el viento era tan fuerte que se había levantado un fuerte oleaje.

Los dos «Junkers» lo seguían, incluso a aquella altitud suicida, disparando siempre que les era posible desde su posición de cola. Una y otra vez el avión de Grant se estremecía bajo el impacto de la metralla.

Media hora a una velocidad superextrema de seiscientos kilómetros por hora. Los motores recalentados y los tanques de óxido nitroso que alimentaban su sistema de impulso casi vacíos.



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