La mujer que no envejecía by Gregoire Delacourt

La mujer que no envejecía by Gregoire Delacourt

autor:Gregoire Delacourt
La lengua: spa
Format: epub
editor: Maeva Ediciones
publicado: 2020-03-20T10:51:24+00:00


CON TREINTA AÑOS (treinta y seis), vivía en la euforia de mi secreto, mi juventud me embriagaba, saboreaba el presente y creía que jamás hablaría en pasado.

Con treinta años (treinta y siete), aprovechaba las últimas horas de infancia de nuestro hijo, los últimos mimos, las últimas complicidades antes de las primeras asperezas de hombre, la voz que cambia, el vello incipiente, la necesidad de independencia.

Ese verano pasamos unos días con Françoise y papá, que habían alquilado una casa en la Toscana durante un año, en Pitigliano, un pueblo construido sobre un acantilado de toba volcánica; desde su terraza, las vistas a las gargantas del Lente eran vertiginosas y relajantes, hacían olvidar la pierna ausente, al hijo encerrado en la cárcel de seguridad de Poissy. Eran felices: la belleza es un antidepresivo.

Cuando nos separamos tras unos días maravillosos, papá me miró de una manera curiosa y después me dijo: «Hasta la vista, Paule».

Paule. El nombre de mamá.

Me estremecí.

Tal vez nos convertimos en aquellos a quienes echamos de menos. Tal vez colmamos el vacío por la angustia que nos causa. Tal vez cristalizamos lo que han sido para conservarlos siempre a nuestro lado.

—Hasta la vista, Paule.

Con treinta años (treinta y ocho), vi la conmovedora alegría de André con ocasión de la presentación a la prensa de su primera colección de sillas y mesas; la dedicó a sus padres por haberle enseñado la tierra y las piedras, el tumulto del agua y el barro, las suntuosas violencias de la naturaleza. La marca Cassina había producido los muebles, ahora los distribuía por todas partes; pronto conocerían un éxito fulgurante no solo en Francia, sino también en Alemania, Suecia y Estados Unidos.

Mi marido convertía en realidad sus sueños. El tiempo lo amaba.

Reparé en las miradas nuevas que le dirigían las mujeres, tampoco a él se le escapaban, la manera que tenían a veces de morderse los labios cuando lo observaban, como uno aferra una sábana, ahoga un grito. Lo encontraba indecente, me daba náuseas, pero él siempre me tranquilizaba, y todas las veces me entraban ganas de llorar.

No solo era amada, sino también preferida.

Una mañana, al despertar, después de que sus dedos ásperos y precisos me hubieran hecho gozar de placer, me repitió que era hermosa y añadió, por primera vez:

—Eres la misma, Betty.

Se trataba de una frase peligrosa.

¿Empezaba a darse cuenta de que no cambiaba? ¿Presentía lo que yo callaba y que parecía un sueño y al mismo tiempo una monstruosidad? En caso de que lo supiera, ¿pensaría que estaba enferma o era anormal? ¿Se sentiría aterrorizado ante la idea de que pudiera envejecer de golpe, sin motivo aparente? Hasta el momento ni el doctor Haytayan ni ningún otro me habían explicado lo que me pasaba; su ignorancia suponía para mí una especie de consuelo. Y cuando pensaba en André, todo aquello me inquietaba. ¿Me amaría siempre?

—Es gracias a ti —acabé por decir—. Eres tú quien me hace permanecer joven. Es para ti, André.

Sonrió y saltó de la cama.

—Eres una mujer asombrosa, Betty.

Sébastien iba a cumplir trece años.



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