La Isla misteriosa by Julio Verne

La Isla misteriosa by Julio Verne

autor:Julio Verne [Verne, Julio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Juvenil
ISBN: 9788420636641
publicado: 2010-11-22T23:00:00+00:00


-Vas a comprenderlo, hijo mío -añadió el ingeniero-. Este aparato no es invención mía, sino que lo emplean con frecuencia los cazadores de las islas Aleutianas, en la América rusa. Cuando vengan los hielos, estas barbas que ven las encorvaré, las regaré con agua hasta que estén cubiertas de una capa de hielo que mantendrá su curvatura, y luego las sembraré sobre las nieves tras haberlas disimulado un poco bajo otra capa de grasa. Ahora bien, ¿qué sucederá si un animal hambriento viene a tragarse uno de esos cebos? Que el calor de su estómago fundirá el hielo y, extendiéndose el fanón, romperá sus intestinos con sus extremos aguzados.

-¡Eso sí que es ingenioso! -dijo Pencroff.

-Y sobre todo, nos ahorrará pólvora y balas -añadió Ciro Smith.

-Eso vale más que las trampas -dijo Nab.

-Esperemos, pues, el invierno.

-Esperemos el invierno.

Entretanto adelantaba la construcción del buque y a finales de mes estaba medio forrado. Podía verse que sus formas serían excelentes para mantenerse bien en el mar.

Pencroff trabajaba con un ardor sin igual, y sólo su naturaleza robusta podía resistir tanto trabajo. Sus compañeros le preparaban en secreto una recompensa a sus trabajos y el 31 de mayo debía experimentar una de las mayores alegrías de su vida. Aquel día, al terminar la comida, en el momento en que se iba a levantar de la mesa, sintió que se apoyaba una mano sobre su hombro. Era la mano de Gedeón Spilett, que le dijo:

-Un instante, amigo Pencroff. No se va la gente sin más. ¿Y los postres? ¿Se olvida usted de los postres?

-Gracias, señor Spilett -contestó el marino-, vuelvo al trabajo.

-Pero una taza de café, amigo mío.

-No, gracias.

-Entonces, una pipa.

Pencroff se había levantado y su cara, ancha y franca, se puso pálida cuando vio al corresponsal que le presentaba una pipa cargada, mientras Harbert le ofrecía una brasa.

El marino quiso articular una palabra, pero no pudo. Asiendo la pipa se la llevó a los labios; después, aplicando la brasa, aspiró una tras otra cinco o seis bocanadas. Una nube azul y perfumada se extendió por el cuarto y de las profundidades de aquella nube salió una voz delirante que repetía:

-¡Tabaco, verdadero tabaco!

-Sí, Pencroff -dijo Ciro Smith-, y buen tabaco.

-¡Divina Providencia! ¡Autor sagrado de todas las cosas! -exclamó el marino-. Ya no falta absolutamente nada en nuestra isla. Y Pencroff fumaba y fumaba sin cansarse.

-¿Y quién ha hecho este descubrimiento? -preguntó al fin-. ¿Tú, Harbert?



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