La historia de los judíos by Simon Schama

La historia de los judíos by Simon Schama

autor:Simon Schama
La lengua: spa
Format: epub
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España


II. AVES DEL PARAÍSO, CRIADORES DE PALOMAS Y CHUPATINTAS

¿Cuál es el color de la llama? ¿Anaranjado? ¿Dorado? ¿Azul? ¿Rojo? ¿Todos ellos, y cada lengua oscila entre un extremo y otro del espectro? El color que no era desde luego era el amarillo mate que se suponía que los judíos del mundo islámico debían llevar como distintivo de su vileza. En cualquier caso, el de la llama era el color que Salama ben Musa ben Isaac —originario de la ciudad portuaria de Sfax, en Túnez, pero, como tantos otros, emigrado a Egipto— insistía en llevar para que su figura resaltara el día de la Expiación. Como podemos comprobar, la vanidad no era uno de los pecados de los que se arrepintiera Salama, pues la túnica que encargó no sabemos exactamente en qué momento de mediados del siglo XI constituía la última moda: «Corta y entallada, y de tejido fino, no basto».12 Pero por entonces el impuesto de capitación anual rigurosamente cobrado, la jaliya, obligatorio para los dhimmi (en virtud de lo establecido varios siglos antes en el «Pacto de Omar»), no tenía mucho que ver con la forma en que vivían realmente los judíos en el vastísimo mundo musulmán, que hacia finales del siglo IX se extendía desde la península Ibérica y la costa del Magreb, Sicilia y el sur de Italia, hasta Egipto, Adén, Palestina y Siria, Irak e Irán.

Las cartas comerciales encontradas entre los cientos de miles de documentos desechados de la Genizá de El Cairo, el depósito de la sinagoga de Ben Esdras en Fustat, parecen a veces un catálogo de modas. Los judíos de Egipto estaban muy relacionados con el comercio de tejidos (¿cuándo y dónde no lo han estado?) de todas clases, de lino y seda, sí, pero muchos tipos de sedas: la gruesa o ibrisim y la ligera o jazz; la lalas, «seda fina roja», y la lasin, la barata, destinada al sector popular del mercado.13 Los compraban, los vendían y los teñían. De hecho, cada tintorero estaba especializado en el empleo de un colorante distinto: zumaque, púrpura, añil o azafrán. Trabajaban como hiladores, tejedores, bordadores y fabricantes de brocados. Los más humildes pasaban el día desenredando las fibras de lino de las semillas, que luego eran machacadas en aceite; otros devanaban el finísimo y delicado hilo de los capullos de gusano de seda. Los más acaudalados compraban y vendían el tejido ya elaborado para convertirlo en chales y vestidos, pañuelos, cojines y alfombras.

Y si muchos eran los que trabajaban en el negocio, eran más todavía los consumidores ávidos de telas y trajes espectaculares, pues los judíos de Fustat no eran gente que anduviera por la calle con la cabeza gacha y vestida austeramente. De hecho, miraban por encima del hombro a los judíos de Jerusalén, que eran los únicos del mundo musulmán que se limitaban a vestir de negro con la única nota de color de un ribete rojo. En Fustat y en los innumerables lugares a los que enviaban sus telas, los gustos eran mucho más sofisticados, tanto para las mujeres como para los hombres.



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