La frontera de cristal by Carlos Fuentes

La frontera de cristal by Carlos Fuentes

autor:Carlos Fuentes [Fuentes, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1994-12-31T16:00:00+00:00


Las amigas

A mi hermana Berta

¡Diles que no estoy aquí! ¡Diles que no quiero verlos! ¡Diles que no quiero ver a nadie!

Un día, nadie más llegó a visitar a Miss Amy Dunbar. Los criados, que siempre duraron poco en el servicio de la anciana, también dejaron de presentarse. Se corrió la voz sobre el difícil carácter de la señorita, su racismo, sus insultos.

—Siempre habrá alguien cuya necesidad de empleo sea más fuerte que su orgullo.

No fue así. La raza negra, toda ella, se puso de acuerdo, a los ojos de Miss Amy, para negarle servicio. La última sirvienta, una muchachita de quince años llamada Betsabé, se pasó el mes en casa de Miss Dunbar llorando. Cada vez que atendía el llamado a la puerta, los cada vez más raros visitantes primero miraban a la muchacha bañada en lágrimas e invariablemente, detrás de ella, escuchaban la voz quebrada pero ácida de la anciana.

—¡Diles que no estoy! ¡Diles que no me interesa verlos!

Los sobrinos de Miss Amy Dunbar sabían que la vieja jamás saldría de su casa en los suburbios de Chicago. Dijo que una migración en la vida bastaba, cuando dejó la casa familiar en Nueva Orleans y se vino al norte a vivir con su marido. De la casa de piedra frente al lago Michigan, rodeada de bosques, sólo la sacarían muerta.

—Falta poco —le decía al sobrino encargado de atender pagos, asuntos legales y otras cosas grandes y pequeñas que escapaban por completo a la atención de la viejecilla.

Lo que no se le escapaba era el mínimo suspiro de alivio de su pariente, imaginándola muerta.

Ella no se ofendía. Invariablemente, contestaba: —Lo malo es que estoy acostumbrada a vivir. Se me ha convertido en hábito —decía riendo, enseñando esos dientes de yegua que con la edad les van saliendo a las mujeres anglosajonas, aunque ella sólo lo era a medias, hija de un comerciante yanqui instalado en la Luisiana para enseñarles a los lánguidos sureños a hacer negocios, y de una delicada dama de ya lejano origen francés, Lucy Ney. Miss Amy decía que era pariente del mariscal de Bonaparte. Ella se llamaba Amelia Ney Dunbar. Amy, Miss Amy, llamada señorita como todas las señoras bien de la ciudad del Delta, con derecho a ambos tratos, el de la madurez matrimonial y el de una doble infancia, niñas a los quince y otra vez a los ochenta…

—No insisto en que vaya usted a una casa para gente de la tercera edad —le explicaba el sobrino, un abogado empeñado en adornarse con todos los atributos de vestimenta de la que él imaginaba la elegancia de su profesión: camisas azules con cuello blanco, corbata roja, trajes de Brooks Brothers, zapatos con agujetas, jamás mocasines en días de trabajo, «God forbid!»—, pero si se va a quedar a vivir en este caserón, tiene necesidad de ayuda doméstica.

Miss Amy estuvo a punto de decir una insolencia, pero se mordió la lengua.

Enseñó, inclusive, la punta blanquecina. —Ojalá haga un esfuerzo por retener a sus criados, tía. La casa es muy grande.



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