La España vacía by Sergio Del Molino

La España vacía by Sergio Del Molino

autor:Sergio Del Molino
La lengua: spa
Format: epub
editor: Turner
publicado: 2016-11-07T00:00:00+00:00


VI

LA BELLEZA DE MARITORNES

Este señor es de los que ponen las cosas en leyenda.

AZORíN, La ruta de Don Quijote (1905)

Hay en la puerta de Veruela una cruz de piedra sobre un pedestal escalonado. Se llama la Cruz de Bécquer porque el mito ha pintado al poeta Gustavo Adolfo reclinado sobre aquellos escalones a la espera de las musas. O rodeado de ellas y garabateando en un cuaderno de hule unos textos que luego se convertirían en rimas, leyendas y cartas desde su celda. La cruz medieval junto a un viejo camino arbolado, el páramo, el viento y el poeta. Enfrente, el monasterio desamortizado que a punto estuvo de ser ruina y que volvió a santificarse con el arte de los hermanos Bécquer. 113 Es difícil imaginar una postal romántica más completa y más ibérica, con el Moncayo al fondo prometiendo mil atavismos tribales y hechiceros.

La cruz actual no es de la Edad Media, sino una réplica muy reciente. En agosto de 2007 un rayo derribó un olmo seco que, al caer sobre ella, la partió en varios trozos. Me sorprende que nadie viera la victoria de Antonio Machado sobre Gustavo Adolfo Bécquer. Un poema del primero destruyó la inspiración del segundo. Para honrar la victoria de Antonio sobre Gustavo Adolfo, lo justo habría sido dejar las piedras en el suelo, pero la comarca aragonesa que hay a los pies del Moncayo lleva demasiado tiempo viviendo de los mitos asociados a su paisaje y no se podía permitir perder el monumento que protagonizaba uno de los pasajes más exitosos de las visitas guiadas, así que lo erigió de nuevo. Para que los turistas siguieran imaginándose a Gustavo Adolfo desgreñado por el cierzo, en pleno arrebato de creación. 114

Varias sospechas estropean la postal. Al parecer, a Gustavo Adolfo Bécquer no le gustaba reclinarse en esas escaleras por amor al tópico romántico, sino porque era el lugar más cómodo para esperar la diligencia que llevaba el correo y la prensa de Madrid. Mientras aguardaba, quizá enfadado por la lentitud de los caballos o lo retorcido y agreste de los caminos, se preguntaba qué estaría pasando en la capital. Hay indicios en las Cartas desde mi celda que así lo sugieren. No parece un poeta absorbido por el paisaje, sino un exiliado ansioso por volver a los pasillos del congreso de los diputados para escribir crónicas parlamentarias y dejarse ver por los salones de las señoras. Al poeta no le gustaba estar allí, tan lejos de todo.

Los hermanos Bécquer, Gustavo Adolfo y Valeriano, llegaron al monasterio de Santa María de Veruela en octubre de 1863. Gustavo Adolfo había recaído en su tuberculosis y el cenobio era uno de los lugares de retiro que los médicos aconsejaban a sus pacientes adinerados. Fue un contratiempo grave. Bécquer (en adelante, por Bécquer me referiré a Gustavo Adolfo) había conseguido un puesto muy bien remunerado en El Contemporáneo, un periódico de relumbrón pagado por la chistera sin fondo del marqués de Salamanca, y vivía un momento dulce de reconocimiento social y periodístico.



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