La espada del Islam by Rafael Sabatini

La espada del Islam by Rafael Sabatini

autor:Rafael Sabatini [Sabatini, Rafael]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1939-04-23T05:00:00+00:00


Capítulo XVIII

Prisionero de Dragut

OS historiadores difieren un poco en el relato de esta expedición. Lorenzo Capello, en su Vida del Príncipe Andrés Doria, nos lo refiere según los informes del mismo Doria, que, sin duda, llevaron el agua a su molino. Otros, menos interesados en la reputación del almirante, prefieren contar los hechos de una manera descarnada a revestirlos con la interpretación que de ellos dio Doria. Y el hecho es que, en su fuga, buscó refugio en las Baleares, azuzado por la flota de Barbarroja.

Pero no toda la flota turca se lanzó en su persecución que por otra parte, se abandonó aquella misma noche. Dragut-Reis, con diez de sus galeras, se despegó de la armada berberisca encaminándose al puerto de Cherchell, para indagar lo que allí había sucedido.

Halló la ciudad en extraordinaria conmoción y en el puerto una sola galera imperial, con sus remeros turcos, pero sin la menor defensa. Era la única que quedaba de las tres con que Próspero, en su insubordinación caballeresca, se acercó al muelle para desembarcar; las otras dos, a bordo de las cuales iban los cristianos rescatados, siguieron por orden suya a la flota imperial.

Dragut se apoderó de aquel bajel indefenso. Luego desembarcó y, con un fuerte contingente de corsarios, se dirigió adonde lo guió el estruendo de la lucha, hacia el viejo anfiteatro. Allí encontró las fuerzas cristianas acorraladas y hostigadas por Alicot y su hueste compuesta de turcos y árabes. Era la tropa de Próspero, reforzada por un centenar de españoles perdidos, que pudo reunir.

Dragut, cuya fama le había conquistado el pomposo título de «La Espada del Islam», se lanzó en socorro de Alicot. Asestó contra el anfiteatro los cañones que había sacado de la fortaleza, arrastrados por bueyes, y mandó un trompetero con bandera de tregua, invitando a los rumies a que se entregaran.

Próspero dejó la decisión a sus hombres. Habían éstos observado el acarreo de los cañones, y muchos se reconciliaban ya con Dios, creyendo llegado el momento de comparecer ante su presencia. Se acogieron a aquella esperanza de vida, porque aun amargada por los sufrimientos de la esclavitud, nunca desconfiaban en una redención próxima y definitiva.

Arrojaron, pues, las armas, y con silenciosa resignación se entregaron. Los muslimes los recibían con gritos ensordecedores, a medida que salían, anunciándoles las penas que les esperaban.

El último en salir fue Próspero, lleno el corazón de pesadumbre por la triste suerte a que su acción había condenado a sus hombres y de indignación contra Doria, que los había abandonado, convencido como estaba de que el almirante, al verlos en trance apurado, se conduciría como un caballero cristiano, demorando su marcha. Veía en esto el desaforado egoísmo a que atribuía el antagonismo de su casa con la casa Doria, él que había vivido unos días en un paraíso de felicidad, creyendo extinguida para siempre esta enemistad, que ahora se le presentaba más viva e irreconciliable que nunca.

Le apesadumbraba más esta idea que la del cautiverio que le aguardaba, y los alaridos e insultos con que la muchedumbre enemiga acogió su presencia apenas hicieron mella en su ánimo.



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