La cruz azul y otros cuentos by G. K. Chesterton

La cruz azul y otros cuentos by G. K. Chesterton

autor:G. K. Chesterton [Chesterton, G. K.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1986-12-31T16:00:00+00:00


El duelo del doctor Hirsch

Los señores Maurice Brun y Armand Armagnac cruzaban los soleados Campos Elíseos con mesurada vivacidad. Los dos eran de corta estatura, animosos y audaces. Los dos llevaban barbas negras que no correspondían a su rostro, porque seguían la moda francesa, empeñada en darle al pelo un aire de artificio. La barba de Monsieur Brun parecía pegada bajo el labio inferior y, para variar, la de Monsieur Armagnac estaba partida por la mitad y semejaba dos manojos de pelo pegados a cada carrillo. Entrambos eran jóvenes, jóvenes y ateos, con una firmeza de miras deprimente, pero gran movimiento de alardes. Los dos eran discípulos del doctor Hirsch, gran hombre de ciencia, publicista y moralista.

Monsieur Brun había alcanzado celebridad por su propuesta de que la expresión común «Adiós» se borrase de todos los clásicos y se impusiese una pequeña multa a cuantos la usasen en la vida privada. «Pronto —⁠decía⁠— dejará de sonar en los oídos del hombre el nombre de Dios que habéis imaginado». Monsieur Armagnac se especializaba en combatir el militarismo, y pretendía que el coro de la Marsellesa se modificase de modo que «A las armas, ciudadano» quedase convertido en «A las tumbas, ciudadano». Pero su antimilitarismo era peculiar y tenía mucho de francés. Un eminente y acaudalado cuáquero inglés, que fue a verlo para hablarle del desarme de todo el mundo, se quedó sorprendido cuando le propuso Armagnac que, para empezar, los soldados habían de disparar contra los oficiales.

En este aspecto diferían principalmente los dos amigos de su director y maestro en filosofía. El doctor Hirsch, aunque nacido en Francia y dotado de todas las virtudes propias de la educación francesa, era, por temperamento, de otro tipo: suave, idealista, piadoso, y a pesar de su sistema escéptico, no exento de trascendentalismo. Se parecía, en fin, más a un alemán que a un francés; y aunque lo admiraban mucho, en la subconsciencia de aquellos franceses había cierto resquemor por la manera pacífica que tenía de propagar el pacifismo. Para sus partidarios del resto de Europa, sin embargo, Paul Hirsch era un santo de la ciencia. Su austera y atrevida teoría del cosmos pregonaba su vida ascética y su moralidad de hombre puro, aunque algo frío. En él se armonizaban la posición de Darwin y la de Tolstoi, pero no era anarquista ni antipatriota. Sus doctrinas sobre el desarme eran moderadas y evolucionistas. El mismo Gobierno de la República ponía gran confianza en él respecto a varios adelantos químicos. Su último descubrimiento fue una pólvora sin ruido o pólvora sorda, cuyo secreto guardaba cuidadosamente el Gobierno.

Estaba su casa en una bonita calle, cerca del Elíseo, calle que en pleno verano parecía tan densa de follaje como el mismo parque. Una hilera de castaños interceptaban el sol en toda la calle, menos en un trecho ocupado por un gran café con terraza al aire libre. Casi frente al establecimiento se alzaba la casa blanca, con ventanas verdes, del sabio, por cuyo primer piso corría un balcón de hierro pintado también de verde.



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