La contraarmada by Edward Rosset

La contraarmada by Edward Rosset

autor:Edward Rosset [Rosset, Edward]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-09-30T16:00:00+00:00


* * *

Mientras tanto, los hombres de Norris, bajo un calor agobiante, ocupaban la pequeña población de Odivelas, a las puertas de Lisboa.

A pesar de las órdenes de los oficiales, muchos soldados bebieron aguas estancadas de una charca, lo que ocasionó la muerte de algunos hombres. Otros enfermaron por comer miel en exceso, único alimento que había en abundancia.

—Por fin, al día siguiente, 3 de junio, el grueso de las tropas inglesas llegaba a los arrabales de Lisboa. En la mente de todos estaba una entusiasta población vitoreando al «rey» D. Antonio, pero solamente se presentaron a recibirle unos pocos campesinos, ancianos y frailes, cuyo entusiasmo resultaba un tanto patético.

Al ver este mísero recibimiento, Norris no pudo menos que comentar con uno de sus oficiales:

—Nuestra única esperanza es que Drake se abra paso con su flota y entre en el puerto a cañonazo limpio.

El coronel Anthony Wingfield no las tenía todas consigo.

—¿Creéis que Drake estará dispuesto a abrirse paso bajo los sesenta cañones del fuerte? Eso podría ocasionar muchas bajas…

—¿Cuántas? —masculló Norris—, ¿veinte?, ¿treinta barcos hundidos? ¿Y qué supondría eso en una flota de ciento cincuenta naves? Si Drake quisiera, podríamos apoderamos de Lisboa en dos días.

Viendo los lejanos barcos anclados en Cascaes, Wingfield masculló:

—Pues por lo visto, Drake no está por la labor. Tendremos que valernos solamente con nuestras fuerzas, y estas están al límite. Nuestros hombres están agotados y hambrientos.

—¿Y qué hay de los silos y almacenes de alimentos? —preguntó Norris, cambiando de tema.

—Todos quemados —respondió Wingfield—, el archiduque ha mandado que les prendan fuego para que no caigan en nuestras manos. Lo mismo han hecho con todos los edificios cerca de las murallas. Todos los que son de madera están ardiendo.

No fueron estas las únicas malas noticias para el ejército inglés. No tardó en llegar el rumor que el rey había mandado a Alonso de Vargas, de su Consejo de Guerra, con una avanzadilla de hombres para reforzar las defensas de la ciudad.

El reputado general español era un hombre más bien bajo, rechoncho, con cuello de toro. Un rostro voluntarioso se veía adornado con un recio bigote. A simple vista encarnaba el prototipo del luchador. Su vida entera no había sido otra cosa que una serie de enfrentamientos. Visitó las murallas junto con el conde de Fuentes y el Maestre de Campo D. Gabriel Niño.

—Resistiremos —prometió a los sitiados—. Hay dos mil hombres en camino.

—¿Vendrán por tierra?

—No —dijo Vargas—, Martín de Padilla los traerá en sus galeras. Llegarán descansados y con municiones abundantes.

—Magnífico —asintió Fuentes—. La moral de nuestros hombres es alta, como podéis comprobar.

—Y por el contrario —añadió D. Gabriel Niño—, la de los ingleses es baja. Me han informado mis espías que están a falta de pólvora y municiones. No tienen cañones de sitio, ni caballos y apenas les queda nada que comer.

El conde Fuentes asintió.

—La táctica de «tierra quemada» está dando sus frutos. En nuestra retirada no les hemos dejado nada con qué alimentarse.

—Bien, señores —dijo Vargas—, creo que deberíamos convocar un Consejo de Guerra para estudiar la situación y ver cuál es el mejor plan para expulsar al enemigo.



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