La Comuna de París by Louise Michel

La Comuna de París by Louise Michel

autor:Louise Michel [Michel, Louise]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Historia, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1897-12-31T16:00:00+00:00


Así, decía Le Mot d’Ordre, los numerosos heridos que llenan los hospitales de Versalles fingían estar heridos; aquellos que enterraban después del combate fingían estar muertos, según quería la lógica del sangriento Pulgarcito, que cubría París de fuego y de metralla y anunciaba en sus circulares o editaba en sus periódicos que París no era bombardeado.[71]

Al capitán Bourgouin le mataron cuando atacaba la barricada del puente de Neuilly. Fue una pérdida para la Comuna.

Dombrowski contaba apenas con dos o tres mil hombres, e incluso menos, para aguantar el continuo asalto de más de diez mil del ejército regular.

El general Wolf, que hacía la guerra a la manera de los Weyler de hoy, mandó cercar una casa en la que se encontraban doscientos federados, que fueron sorprendidos y degollados.

En el parque de Neuilly se oía incesantemente la granizada de balas a través de las ramas, con ese ruido de las tormentas de verano que conocemos tan bien. La ilusión era tal que se creíamos sentir la humedad aun a sabiendas de que era la metralla.

Hubo en la barricada Peyronnet, cerca de la casa donde estaba Dombrowski con su Estado Mayor, verdaderos diluvios de artillería versallesa. Ciertas noches, hubiéramos dicho que la tierra temblaba y que un océano caía del cielo.

Una noche que los camaradas quisieron que me fuera a descansar, vi cerca de la barricada una iglesia protestante abandonada con un órgano que solo tenía dos o tres notas inutilizadas. Estaba allí muy divertida cuando de pronto aparecieron un capitán de federados con tres o cuatro hombres furiosos.

—¡Vaya! me dijo, ¿Es usted la que atrae así los obuses sobre la barricada? Venía para fusilar a quien actuaba así.

De este modo terminó mi ensayo de armonía imitativa de la danza de las bombas.

En el parque, delante de algunas casas, había pianos abandonados; algunos todavía enteros y en buen estado, a pesar de estar expuestos a la humedad. Jamás comprendí por qué los habían dejado fuera y no dentro.

En la barricada Neuilly, reventada por los obuses, hubo heridas horribles: hombres con los brazos arrancados hasta detrás de la espalda dejando el omóplato al descubierto, otros con el pecho agujereado o arrancada la mandíbula. Les curaban sin esperanza. Los que tenían aún voz, decían: ¡Viva la Comuna! antes de morir. Jamás he visto heridas tan horribles.

En Neuilly, en ciertos lugares, estábamos cerquísima de los versalleses del puesto de Henri Place, y se les oía hablar.

Fernández, la señora Danguet y Mariani habían venido. Habíamos hecho un puesto de socorro ambulante, cerca de la barricada Peyronnet, frente al Estado Mayor; los menos graves quedaban allí, a los otros se les conducía a los grandes hospitales de campaña, según decisión de los médicos; pero una primera cura salvó a un gran número. En medio de la tragedia había, como en todas partes, cosas grotescas.

Un campesino de Neuilly había sembrado en el invernadero unos melones que vigilaba, de pie junto a su bancal, como si hubiera podido preservarlos de los obuses. Hubo que llevárselo a la fuerza y destruir el invernadero que tenía ya los cristales rotos, para impedirle que volviera.



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