La chica del bosque by Giorgio Scerbanenco

La chica del bosque by Giorgio Scerbanenco

autor:Giorgio Scerbanenco [Scerbanenco, Giorgio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1955-11-15T00:00:00+00:00


20

Al salir, vio a Gertrude. Estaba en el jeep, y hablaba con una anciana que llevaba a una niña de la mano. Parecía como si hubiesen pasado mil años desde la última vez que la había visto. No había pensado más en ella.

Gertrude le hizo una señal con la mano, terminó de hablar con la anciana, acarició la cabeza de la niña y luego se acercó con el jeep hasta él.

—¡Tan temprano y ya vienes a la posada a emborracharte! —le dijo bromeando.

Estaba hermosa; llevaba una blusa blanca de mangas cortas, una falda de color gris claro y un cinturón de piel negra, muy ancho, como una cartuchera.

—Sí —dijo Donato con un esbozo de sonrisa.

—¿Has venido a molestar a la Fräulein del Drei Könige?

Donato encendió un cigarrillo.

—Estás alegre —le dijo.

—Porque es primavera.

Sí, era primavera. Parecía estar en un cuadro, allí en el ancho valle, con el pueblecito que parecía de azúcar y fruta confitada, y la dulce y poderosa montaña al fondo, cubierta por la inmensa piel del bosque de alerces.

—¿Vas a los barracones? —preguntó Donato.

—Sí —mintió Gertrude.

No tenía que subir a los barracones, pero quería estar un rato con él, quería ir con él como en los primeros tiempos. Pensó en el día en que estuvo en sus brazos, al lado del torrente, y se sintió débil, desfallecida.

—No, no es cierto que vayas —sonrió Donato.

Miró un momento la calle, estaba desierta y entonces le acarició una mejilla.

—A estas horas tendrías que estar en la escuela, o en tus diversos trabajos con el capitán Glicken.

Gertrude se ruborizó, pero de tristeza.

—Quería caminar un rato contigo. ¿Aún estás enfadado?

—¿Por qué tendría que estar enfadado?

Puso la mano sobre la que ella tenía en el volante.

—Nos veremos —dijo dulcemente.

Se marchó despacio, sintiendo en su espalda la mirada de ella, comprendiendo que era una mirada triste y un poco humillada.

Logró regresar a los barracones a tiempo para comer. Apenas terminó, fue a la cocina, llamó aparte a Francino y le susurró:

—¿La has visto?

—Sí —dijo Francino, vigilando con la mirada que sus dos ayudantes no escucharan; por lo demás, aunque escucharan, no entendían el italiano.

—¿Cómo se encuentra?

—Siempre tiene dolores.

—Tranquilízate, eso no es nada.

Cerca de los grandes pucheros, Francino tenía el rostro lleno de sudor. Se pasó el sucio delantal por la cara.

—¿Qué haremos si se pone peor? —murmuró con los ojos llenos de angustia.

—No se pondrá peor —dijo Donato.

—En todo caso, tú irás a verla por las mañanas y yo por la tarde, y así nunca estará sola.

Francino revolvió con un enorme cucharón la olla de la menestra de verdura hirviendo.

—Donato —dijo—, tengo miedo.

Donato se colocó frente a él bajando un poco más la voz.

—Si lo dices de nuevo, te meto la cabeza dentro de la olla. Tendrías que haber tenido miedo antes, cretino, ahora tienes que permanecer tranquilo, de lo contrario los demás pueden darse cuenta de que algo te sucede.

—Tengo miedo de que se mate. No habla, no dice nada, está tendida en la litera con los ojos cerrados, pero se nota que no duerme.



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