La casa del orgullo by Jack London

La casa del orgullo by Jack London

autor:Jack London [London, Jack]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1914-01-01T00:00:00+00:00


Me encogí al pensar en mi propio futuro. Si ese horrible destino se había cernido sobre Lucy Mokunui, ¿qué podía esperarme a mí… o a cualquiera? Era perfectamente consciente de que en la vida estamos en medio de la muerte, pero estar en medio de la muerte en vida, morir y no estar muerto, ser uno de esos esbozos de criaturas que antes habían sido hombres o, ay, mujeres, como Lucy Mokunui, el epítome de todos los encantos de la mujer polinesia, además de artista y de adorada por los hombres… Temo que mi perturbación debió de ser manifiesta, porque el doctor Georges se apresuró a asegurarme que los enfermos eran muy felices en la colonia.

Todo aquello resultaba inconcebiblemente monstruoso. No me atrevía a mirarla. A escasa distancia, al otro lado de una cuerda vigilada por un policía, estaban los amigos y los parientes de los leprosos. No se les permitía acercarse. No había habido abrazos ni besos de despedida. Se llamaban unos a otros por encima de la cuerda: los últimos mensajes, las últimas palabras de amor, la última repetición de las instrucciones… Y los que estaban detrás de la cuerda miraban con una intensidad terrible. Era la última vez que contemplaban los rostros de sus allegados, ya que ellos eran los muertos vivientes, aquellos a los que el barco funerario llevaba al cementerio de Molokai.

El doctor Georges dio la orden y los pobres infelices se levantaron como pudieron y, bajo el peso de su equipaje, empezaron a trastabillar por encima de la pasarela, hasta subir a bordo del vapor. Era una procesión funeraria. Al instante empezaron a oírse los lamentos de los que permanecían situados al otro lado de la cuerda. El espectáculo le helaba a uno la sangre. Era totalmente desgarrador. Nunca había oído una muestra de aflicción así, y espero no volver a oírla jamás. Kersdale y McVeigh estaban todavía en la otra punta del puerto. Se los veía discutir ardientemente. Por supuesto, hablaban de política, ya que ambos disfrutaban como locos con aquel juego. Cuando Lucy Mokunui pasó junto a mí, la miré durante una décima de segundo. Era hermosa, hermosa según nuestros cánones de belleza: una de esas raras flores que brotan una sola vez en el transcurso de muchas generaciones. Y de todas las mujeres era ella la que había sido condenada a Molokai. Caminaba como una reina al cruzar la pasarela. Subió directamente a bordo y se dirigió luego a popa, donde los leprosos se amontonaban contra la barandilla sin dejar de gimotear, mirando a las personas que querían y que dejaban en tierra.

El Noeau soltó amarras y empezó a alejarse del puerto. Los lamentos se hicieron más intensos. ¡Cuánto dolor! ¡Cuánta desesperación! Acababa de decidir que jamás volvería a presenciar la partida del Noeau cuando McVeigh y Kersdale volvieron. Al segundo le brillaban los ojos, que apenas podían disimular una sonrisa de satisfacción. No había duda de que la conversación sobre política había sido de su agrado. Habían apartado la cuerda a un lado y los apenados familiares se apiñaban en el muelle a nuestro alrededor.



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