La casa del mirador ciego by Herbjørg Wassmo

La casa del mirador ciego by Herbjørg Wassmo

autor:Herbjørg Wassmo [Wassmo, Herbjørg]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1980-12-31T16:00:00+00:00


19

—Todo el mundo me mira muy raro —le susurró Rakel a Tora.

Estaban contemplando cómo el barco desatracaba del muelle. La borrasca había pasado, y con ella se había ido el sueño.

Tora empezó por sentir la realidad en los pies congelados, dentro de las botas de goma, y después ésta se fue trasladando al resto del cuerpo, provocándole una especie de aversión, un cansancio que era incapaz de explicar, porque en el autobús no había hecho frío y ella había dormido hasta tarde.

—Yo no veo que tengas nada raro —respondió Tora.

Sonrió para sacarse algo del vacío, de ese modo le resultaba todo más fácil.

Al mismo tiempo se dio cuenta de que Rakel tenía razón.

¡La gente no dejaba de mirarla! Tanto los que se habían quedado en el muelle como los que habían subido a bordo con ellas. Incluso el chico que pescaba bacalaítos desde el atracadero miraba en dirección a Rakel.

Tora estudió la cara de su tía, su figura entera de pies a cabeza, para encontrar algún posible motivo, pero no.

Luego se buscaron un sitio en el «salón» y se sentaron muy juntas. Los bolsos y los paquetes de Rakel permanecían en torno a sus pies como obedientes cachorros, aunque de vez en cuando tenían que moverlos, cuando llegaba alguien que quería trepar por encima de ellas para alcanzar los asientos traseros.

Rakel intentó entablar conversación con la mujer que estaba sentada a su vera. Pero o bien era anormalmente tímida, o bien Rakel la había ofendido de algún modo, porque la mujer miraba la pared y no quería charlar.

Rakel se quedó desconcertada, luego empezó a hablar con Tora e Ingrid, pero algo inseguro se había posado sobre su cara redonda y abierta. La niña se daba cuenta de que su tía estaba intentando descifrar todas aquellas miradas torcidas que la acechaban a escondidas.

La trataban como si estuviera leprosa.

Al final las tres consiguieron encontrar una especie de canal de comunicación entre ellas para poder pasar la hora larga que llevaba cruzar el fiordo, atracar en los dos muelles, descargar y cargar, dejar salir a la gente y recibir a los nuevos pasajeros.

El «ferry de línea» no iba rápido, pero iba.

Ahora solo quedaba pasar por la Ensenada y ya habrían llegado.

Tora estaba a la espera de que alguien se delatara.

Nunca antes había sentido tanto silencio en el «ferry de línea», resultaba casi siniestro. Sobre todo la mirada del hombre que estaba sentado frente a ellas, que no dejaba de chuparse los dientes y de suspirar.

Tora sabía que vivía en el Pueblo, pero no recordaba su nombre.

—Has estado de viaje —dijo por fin el hombre, mientras se chupaba largo y tendido y se ahuecaba el carrillo derecho, de modo que le vieron el tabaco de mascar con el que estaba jugueteando.

A Rakel se le iluminó la cara y en cada uno de sus rasgos se podía leer el alivio por la interrupción del silencio. Sonrió al viejo de oreja a oreja y le dijo que sí, que había estado de viaje, estuvo a punto de lanzar otra frase, pero se calló.



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