La batalla del calentamiento by Marcelo Figueras

La batalla del calentamiento by Marcelo Figueras

autor:Marcelo Figueras [Figueras, Marcelo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2007-01-30T16:00:00+00:00


LXVIII. En el cual Pat se aviene a hablar de los poderes de Miranda

Pat había armado el bolso la noche en que Demián murió. Apenas llegaron a la cabaña metió a la niña en la bañera para que se quitase la mierda de encima, y se abocó a rescatar lo indispensable. Cuando Teo le preguntó qué hacía, Pat fue terminante. Pensaba irse de allí, de la cabaña y de Santa Brígida, apenas Miranda acabase de bañarse. Si Teo quería acompañarlas, sería bienvenido. Si prefería quedarse no habría reproches. El gigante intentó resistirse, no había motivos para salir entre gallos y medianoche, el chico había muerto pero ellos no tenían nada que ver, fugar era como admitir una culpa inexistente, ¿no sería más lógico presentar sus respetos a los Centurión, acompañarlos en su dolor? Pat ni siquiera discutió. Una vez que Teo expresó sus objeciones se limitó a repetir:

“Nosotras nos vamos, aunque sea caminando. Si venís, bien. Y si no, también.”

El primer tramo del viaje transcurrió en silencio. Pat pidió a Teo que se dirigiese al norte, sin mayores precisiones. Miranda durmió lo que quedaba de la noche y buena parte del día. Teo empezó a asustarse, temía que Miranda hubiese caído en una suerte de coma. Por eso la torturaba un poquito cada vez que paraban a cargar el tanque, sacudiéndola, llamándola por su nombre. Miranda respondía aún dormida, abría los ojos, comprendía dónde estaba (estaba en la camioneta, estaba en fuga) y se volvía a apagar. A pesar de su angustia, la ayudaba saber que Teo seguía allí. Era la primera vez que Pat y Miranda no escapaban solas, la primera vez que Pat admitía un compañero en la ruta. Eso consolaba a Miranda en su aflicción y le permitía regresar al sueño con una sonrisa en los labios.

Pat habló de los poderes la noche inicial del éxodo. Teo había conducido todo el día y se sentía agotado. Pagaron un cuarto en un hotel de San Rafael, un agujero minúsculo con dos camas individuales y un catre de campaña para Miranda.

Compraron sándwiches y comieron con desgano en la habitación. Miranda se desmayó otra vez antes de que Teo terminase de masticar. Pat había elegido la distancia: estaba en el balcón con su porroncito de cerveza.

El gigante arropó a la niña y salió a buscarla.

Era una noche cálida pero sin luna. En la ciudad quieta lo único vivo era la chimenea de una fábrica, que humeaba todavía. Esa vez Pat se lanzó a hablar sin que Teo le preguntase nada, mojándose los labios de tanto en tanto con cerveza caliente.

Le contó al gigante que al principio pensó que estaba enloqueciendo. Tardó un tiempo en comprender que esas pequeñas libertades que el mundo físico se tomaba en su presencia (la mamadera que se calentaba sola, la papilla que salía volando lejos del plato, los objetos que se acercaban a Miranda como si ella fuese un imán) no eran síntomas de un raciocinio en jaque, sino manifestaciones de la voluntad de su niña.



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