La bastarda by Violette Leduc

La bastarda by Violette Leduc

autor:Violette Leduc [Leduc, Violette]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1963-12-31T16:00:00+00:00


* * *

Octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio. Yo le decía que quería olas, ella me contestaba que yo había querido el sur, que estábamos en el sur. Yo le decía que no se había olvidado de la calle Godot de Mauroy, que no hablaba de aquello y que eso era lo peor, le decía que ya no se reía, que estaba en otra parte. Me equivocaba. Ella estaba cerca de mí, tenía cariño al Mediterráneo y a sus pequeños espejos. La danza de los pequeños espejos para el Mediterráneo, decía. Me llamaba «Polluela, cornetilla», para que gustara con ella de esa danza. Me derretía de placer cuando me llamaba así, pero no veía el Mediterráneo. Descubría el ruido de las olas. Era «una canción de cuna», «la mayor felicidad que puede existir». Descubría todo como descubrimos en todas partes al amor cuando estamos predispuestos a encontrarlo. Mis dolores de cabeza, la intensidad de mis jaquecas en el sur le eran ajenos. Yo la descorazonaba y la impacientaba: la luz me hería hasta las cuatro de la tarde. Todos se divertían. El bar instalado sobre la arena encantaba a Hermine; una pareja bailaba allí a las once de la mañana. Hermine decía que bebíamos cócteles azules, me reprochaba mis escalofríos y mis manos húmedas. Yo no lo veía y, sin embargo, no era ciega. No me atrevía a revelar mi ambición por el Mediterráneo: la tinta violeta de mi tintero cuando aprendía a escribir el alfabeto. A medianoche Hermine saboreaba el cigarrillo que fumaba al compás de la «canción de cuna» a lo largo de las olas. Yo murmuraba que el paseo había sido maravilloso; mentía. Al día siguiente, pegada al sol, miraba a Hermine mirar el Mediterráneo. Ya no cosía, la aburrían las bolsas con patrones que colgaban de las puertas de las mercerías. Escuchaba, a las dos de la mañana, sola junto al mar, el «festón de la noche» y volvía a acostarse revestida de esa noche color griñón. Yo le mostraba unos copos blancos que esculpían el cielo y me recordaban nuestros lares. No los veía, no quería verlos. Volvía al agua tibia para escapar a una ráfaga de aire fresco. Privada de golpe de su presencia, me sentía a la vez maldecida y bendecida. Bebíamos silenciosamente en los bares, imploraba un perdón en sus ojos, ella se reía por nada, dispuesta a liberarse ignorando que quería liberarse. Paseos, coches. Hermine miraba con pasión los dibujos de la costa, las rocas recortadas, los colores violentos. Un ciprés…, el ciprés junto a la tumba de mi abuela, mi grito de dolor que se escapó del cementerio cuando como una niña muda giraba alrededor de un pedazo de tierra en el que crecían unas perlas malva. Es verdad, ya no toco el piano, decía Hermine mientras se lavaba los dientes. Una luz de velador caía entonces sobre mis hombros cuando ella canturreaba a las siete de la tarde. Dios mío, cuánto deseaba modestia en el



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