La araña negra II by Vicente Blasco Ibáñez

La araña negra II by Vicente Blasco Ibáñez

autor:Vicente Blasco Ibáñez
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama, Intriga, Histórico
publicado: 1895-12-31T16:00:00+00:00


II. El sobrino en la calle y el tío en la casa

Cuando el carruaje de alquiler que conducía a doña Esperanza llegó a la calle de Atocha, tuvo que detenerse antes de llegar a la puerta de casa de doña Fernanda, pues una elegante berlina con ruedas amarillas le cerraba el paso.

La viuda, al bajar de su carruaje, vióse envuelta por un tropel de estudiantes de Medicina que salían de las clases, y subían calle arriba, con la algazara propia del que se ha librado, por el resto del día, de una esclavitud enojosa.

Aguantando miradas de insolente fijeza y oyendo con frialdad los floreos que le dirigía aquella juventud bulliciosa que pasaba por su lado, doña Esperanza ajustó su cuenta con el cochero y como propina le entregó algunos papelillos de los que almacenaba su limosnero. El auriga quedóse cómicamente sorprendido y con las hojas místicas en la mano, y al enterarse de lo que eran, él, que esperaba por lo menos un real de propina, correspondió al regalo con unos cuantos juramentos que hicieron apresurar el paso a la viuda de López. Buen modo de hacer propaganda.

Rompiendo con trabajo la contraria corriente de estudiantes, fue avanzando doña Esperanza, y al llegar a la gran puerta de casa de la baronesa, se detuvo para lanzar una mirada de curiosidad a la berlina detenida a pocos pasos.

La conocía bien: era la del doctor. Sin duda doña Fernanda había vuelto a experimentar sus terribles ataques de nervios.

Entrábase ya la viuda por el portal, cuando llamó su atención un joven, parado en la acera de enfrente, y que medio escondido tras el tronco de un árbol cambiaba señas con alguien que estaba en el interior de casa de la baronesa.

Era un muchacho bien vestido que parecía ser estudiante, y llevaba en la mano un grueso cuaderno de notas.

Doña Esperanza le miró fijamente, intentando en vano conocerle, y después levantó sus ojos a la fachada para ver quién era la persona que correspondía a las señas del estudiante.

No vio nada, pues todos los balcones tenían cerradas las vidrieras, y sin duda la persona a quien dirigía el joven sus señas estaba medio oculta tras algún cortinaje.

Subió doña Esperanza la ancha escalera de mármol; en la antecámara vio pendiente del perchero la chistera del doctor, y entró en un gabinete, el mismo donde la difunta Enriqueta había pasado la noche anterior al 22 de junio.

Estaba ya sentada en una otomana, esperando que volviese la doncella encargada de noticiar su llegada a la baronesa, cuando se percibió de que no estaba sola en aquella habitación.

Vio moverse uno de los ricos cortinajes de la ventana y adivinó la presencia de una persona que, oculta por aquéllos, miraba a la calle. A los pocos momentos asomó una linda cabeza que exclama con hermosa voz de soprano:

—¡Ah! ¿Es usted, doña Esperanza?

Y la sobrina de la baronesa, la pollita de la casa, como llamaba la viuda a María Quirós, avanzó al centro del gabinete procurando ocultar su turbación.

Doña Esperanza sonrió



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