La amante de Freud by Karen Mack & Jennifer Kaufman

La amante de Freud by Karen Mack & Jennifer Kaufman

autor:Karen Mack & Jennifer Kaufman [Mack, Karen & Kaufman, Jennifer]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2013-01-01T00:00:00+00:00


19

Cuando el tren se aproximó a Hamburgo, Minna distinguió el río Elba, el cual estaba cubierto de hielo en su totalidad, y el horizonte urbano delimitado por las agujas de las iglesias de San Nicolás, San Miguel y San Pedro que le resultaban muy familiares. No estaba de humor para admirar la vistas. Al fin y al cabo, a pesar de los miles de puentes y canales que atravesaban la ciudad, esta distaba mucho de ser Venecia. En esta época del año en particular, el ambiente era hostil e imponente. Las temperaturas se acercaban a menos cero y los vientos que soplaban del mar del Norte al oeste y del Báltico al este atravesaban los huesos, sin importar cuántas capas de ropa uno se pusiera.

Recogió sus pertenencias, se puso su abrigo y descendió del tren. La plataforma había quedado alineada a una fina capa de hielo, percibía el humo proveniente de las fábricas a la ribera sur del río. Hace algunos años, la ciudad se había enfrentado a la epidemia de cólera más grave de Europa. Por fortuna, su madre había estado de viaje en esa época porque el número de víctimas había sido devastador.

Tomó un cabriolé en la estación para dirigirse a las faldas de la ciudad, a la zona rural, en donde las carreteras se volvían accidentadas e intransitables. En el camino, el conductor se atascó en un pedazo de hielo y fango y tuvo que sacar el cabriolé de un surco profundo.

—Esto no está incluido en la tarifa normal —le dijo en su dialecto bajogermánico.

—Prosiga —respondió. De la boca emanaban visibles nubes de vapor. En otra ocasión habría discutido con él, ahora no valía pena.

Entrada la tarde, llegaron a casa de su madre en el 38 de la Hamburgerstrasse. Era una casa modesta de ladrillo rojo, dos pisos y un jardín amplio. Minna subió las escaleras de la entrada y tocó a la puerta. No hubo respuesta, así que rodeó la casa, atravesó varios matorrales crecidos y llegó a la puerta de servicio. Su madre nunca cerraba esa puerta —una de sus peculiaridades sempiternas—, así que entró. Minna le había preguntado por qué insistía en dejarla abierta.

—Porque si me quedo fuera, siempre podré entrar por la puerta trasera —le había contestado sin dudarlo.

Minna atravesó un pasillo estrecho que colindaba en la cocina. El fogón estaba frío y en la mesa de madera sin pintar encontró un plato con una rebanada de streusel a medio comer y una tetera fría. Su madre estaría de compras. No había tenido tiempo de avisarle que había decidido venir.

Todo en esa casa tenía un aspecto austero, apagado y frugal, salvo el olor a pino, que siempre le recordaba al hogar. Subió las escaleras en silencio, baja de moral, y entró a su antigua habitación. Todavía tenía la alfombra que siempre había detestado, una pieza harapienta de color indeterminado que conservaba las manchas de su infancia. Había señales de que su madre le estaba dando uso a la habitación pues había chales desgastados



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