Justicia - El condenado número 437 by Wladyslaw Stanislaw Reymont

Justicia - El condenado número 437 by Wladyslaw Stanislaw Reymont

autor:Wladyslaw Stanislaw Reymont [Reymont, Wladyslaw Stanislaw]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1899-04-23T00:00:00+00:00


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La tarde del mismo día la Winkorkowa se puso la ropa de los domingos y se dirigió al castillo para ofrecer a los señores su pradera. Turbada de antemano por tener que tratar de negocios con ellos, calculaba a lo largo del camino lo que le podrían ofrecer y lo que ella sacaría de la tierra y del resto:

—«Seis hanegadas de huerta, aunque fuese a 100 rublos…; por la pradera, pongamos mil…; ahora las vacas, los cerdos, el ternero, los enseres… La choza la contaríamos aparte… El hórreo, también… Por lo demás, la granja la compraría Sulek; la quiere ya desde la primavera pasada…».

El castillo estaba situado entre el monasterio que dominaba la altura y el riachuelo que bañaba la parte baja del parque.

Era una pesada edificación, de un solo piso, colocada sobre un soporte de mampostería y rematada por un techo puntiagudo guarnecido de chimeneas decoradas. Una terraza descendía, en anchos escalones, hasta los céspedes cortados por pequeños viales de espinos y de lilas. Desde las ventanas se extendía la vista por la campiña de Prylenk, por la orilla de los bosques que limitaban el horizonte, y sobre la aldea, un poco retirada en la planicie.

La Winkorkowa entró en la cocina. Le dijeron que los señores estaban en la «sala de las plantas» y que iban a pasarles recado. Ella se quedó en la terraza, mirando tímidamente al interior. Dejáronse oír recias pisadas.

—¿Qué hay?

—Busco a los señores —dijo ella, retrocediendo asombrada.

El intendente salía del vestíbulo. Era un hombretón de aspecto vulgar, con hirsutos bigotes y fríos ojos de porcelana.

—¡Ah, la Winkorkowa! ¡Mis respetos! ¿Ha escondido Vd. bien a su bandido? Ahora soy yo quien lo vigila, ¿sabe Vd? Y lo enviaré a algún sitio donde será menester que permanezca tranquilo.

—¡Todo está en manos de Dios! —contestó ella.

—¿Tiene Vd. algo que hacer en el castillo?

—¡Eso no es cuenta de Vd.!

Abrió él la puerta y se alejó. Ella, apoyada en la balaustrada, adornada con jarrones de flores, esperó, mirando al cielo que se encapotaba.

Luego, besando la mano de la vieja, añadió:

—El señor la llama.

Luego, besando la mano de la vieja, añadió más bajo:

—¿Ha estado Vd. allá?

—He pasado la noche allí. ¡Dios te bendiga por no haberlo olvidado!

—¿Qué es lo que no haría yo? —murmuró ella, abriendo la puerta vidriera de una amplia estancia llena de verdes arbustos.

Los castellanos estaban sentados junto a una mesa redonda, en unas mecedoras.

La Winkorkowa los saludó desde la entrada, con la mano hacia el suelo, al estilo campesino, y comenzó a exponer el objeto de su visita.

—De acuerdo; le compro a Vd. la pradera. En otoño estará aquí el agrimensor y la medirá.

—Señor, yo quisiera venderla en seguida.

—¿Tan de prisa? Pero, dígame: Vd. no se marchará…

—Necesito dinero inmediatamente.

—¡Vamos, vamos; aún no se ha muerto Vd!

—¡Ay! ¿Quién sabe el día ni la hora? ¿Quién sabe?…

Súbitamente se derritió su orgullo. Algo le apretó la garganta y las lágrimas brillaron en sus ojos.

El castellano, hombre de corazón compasivo, se levantó sobresaltado.

—¿Qué tiene Vd?

—¡Nada!… Algo, aquí, que me hace daño; ¡mucho daño! Y las palabras fueron ahogadas por sollozos.



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