Juan Belmonte, matador de toros by Manuel Chaves Nogales

Juan Belmonte, matador de toros by Manuel Chaves Nogales

autor:Manuel Chaves Nogales [Chaves Nogales, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1935-01-01T05:00:00+00:00


13. En México todos están locos

Mi cuadrilla embarcó en Cádiz rumbo a México, y yo me fui a París, para embarcar en el puerto de El Havre en un gran trasatlántico alemán, el Imperator, que hacía en muy pocos días el viaje a Nueva York y La Habana. Entré en París con una carta de recomendación de don Natalio Rivas y un aparatoso sombrero de ala ancha que paseé altivamente por el bulevar de los Italianos. La persona a quien iba recomendado me atendió cumplidamente, y como yo le expusiera mi ferviente deseo de conocer París en las pocas horas que había de estar allí, me llevó a un cabaret de estilo español llamado La Feria, donde me pasé la noche bebiendo manzanilla y alternando con cantaores, guitarristas y bailarines flamencos. Esto me ha pasado frecuentemente. Recuerdo que al desembarcar en La Habana me acogió con grandes extremos un español admirador mío, que se obstinó en llevarme a su casa para convidarme a comer el cocido más auténtico del mundo. Se ofendió mucho cuando le dije que yo había salido de España y estaba por América jugándome la vida en las plazas de toros precisamente para no comer cocido. No volvió a saludarme.

En aquel cabaret de París, que era la reproducción exacta de un café cantante de mi tierra, el único descubrimiento que hice fue el de una señora polaca, guapa y rara, que se pasó la noche sentada a mi lado sonriéndome de cuando en cuando y acariciándome la coleta. Me miraba, suspiraba y me pasaba la mano por el pelo para terminar dándome un cariñoso tironcito de la trenza.

—¡Señora! —le decía yo, amoscado—. ¿Quiere usted hacer el favor de dejarme la coletita?

Me miraba estúpidamente, se sonreía y, al rato, vuelta otra vez a darle a la trenza. Al amanecer dieron por terminada aquella juerga en mi honor y la polaca quería llevarme a su casa a todo trance, pero yo estaba hasta la coronilla de que me tomase el pelo, y le recomendé que se comprase un mono si quería entretenerse, aunque sospecho que no se enteró.

Al día siguiente embarqué en el Imperator. Desde el momento en que pisé la pasarela de aquel formidable trasatlántico fui de maravilla en maravilla; pero me hice la composición de lugar de no sorprenderme de nada, por extraordinario que me pareciese, y adopté un aire natural y displicente, dispuesto a aceptar sin pestañear las cosas más extrañas del mundo. Un sevillano, y más aún un trianero, está siempre de vuelta de todo y no puede andar por el mundo con aire de aldeano boquiabierto. Los aldeanos eran ellos, naturalmente; los que no eran de Sevilla, ni de Triana. Iba en aquel mismo barco Rodolfo Gaona, con su mozo de estoques, el famosísimo Maera. A Gaona no se le veía en todo el viaje, porque se mareaba y se pasaba la travesía encerrado en el camarote; pero el gran Maera andaba por el buque como por su casa, con una desenvoltura genial. Cuando



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