Jardí­n Inglés by Carlos Pujol

Jardí­n Inglés by Carlos Pujol

autor:Carlos Pujol
La lengua: spa
Format: epub
Tags: prose_contemporary
ISBN: 9788401381188
editor: www.papyrefb2.net


VII

Yo tenía la sensación de oír hablar inglés a todas aquellas gentes, pero claro está que no era posible; y sin embargo, en los gritos o murmullos que intercambiaban me parecía reconocer jirones de mi propia lengua, maltratada por personas para las cuales aquellos sonidos sólo eran un código secreto que únicamente yo podía descifrar.

Los que vendían manojos de rábanos con un pregón lastimero, la mujer que parloteaba sola sorbiéndose las lágrimas, los niños que jugaban a decapitados, subiéndose las camisas hasta tapar la cabeza y girando a ciegas como peonzas para chocar entre sí con chillidos estridentes de júbilo, todos parecían hablar inglés.

Y la vieja balbuciente hurgando en una bolsa de hule llena de sobras, la niña enlutada que corría sin parar de un lado a otro, el hombre en camiseta que limpiaba un organillo, todos aquellos desocupados, mendigos, golfos o vagabundos, no sé, como en unas vacaciones de verano y de guerra, diríase que masticaban palabras en inglés.

Pero eran siempre frases truncadas, ecos y terminaciones que no formaban sentido, que en modo alguno permitían entender algo, lo que los oídos me fingían". era una música. familiar semejante a mi propia voz (¿es que ya sólo sabía oírme a mí mismo?) que se me figuraba un mensaje cifrado y hermético.

—Vamos a repetir el itinerario —dije a Foxie—. A ver si lo recuerdas con exactitud.

—¡Auberon, eso es terriblemente...! —gimió.

—Lo sé, querida, pero haz un esfuerzo, sobreponte. Recuerda, recuerda...

Unos pasos más atrás, James, en funciones de discreto guardaespaldas, porque nos habían contado cosas rarísimas de Luna Park y temíamos alguna sorpresa desagradable, miraba a su alrededor con desconfianza y repudio, como si le estuvieran hablando de las ventajas indiscutibles del sistema métrico decimal.

Aquello era una explanada irregular batida implacablemente por el sol y que hacia levante descendía de un modo abrupto entre pitas y cactus asomándose a un brumoso panorama suburbano. Del parque de atracciones no quedaba ningún vestigio, era como imaginar a Brighton en medio de un desierto.

Había que soñar con barracas de tiro al blanco, una noria quizá, casas encantadas, montañas rusas, tiovivos, toboganes y máquinas voladoras; ¿por qué no también con alguien que adivinaba el porvenir, una ficción tan útil? Aunque como ficción yo entonces prefería adivinar el pasado.

Gus lo había dicho muy bien, oscuro por demasiada claridad, la luz de aquella hora del día cegaba, una hora en la que, como suele decirse, sólo se atreven a salir los perros y los ingleses. En la altura se oyó el ronquido de un avión de plata cruzando el aire.

A pesar del calor había una espesura humana muy considerable desmintiendo lo de los perros y los ingleses, como si aquel lugar, francamente desolado y horrible, sin una sombra, conservase un no sé qué de atractivo, como un eco lejano de antiguos sueños de diversión y fiesta.

Una humanidad extraña (supuse que James la calificaría más bien de anómala) se agitaba nerviosamente bajo el sol, que según el poeta ennoblecía harapos y libertad dorando aquellas vidas miserables —chiquillería desharrapada, gandules y bribones, pícaros y pordioseros— con un manto de púrpura.



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