Hotel Honolulu by Paul Theroux

Hotel Honolulu by Paul Theroux

autor:Paul Theroux [Theroux, Paul]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2000-12-31T16:00:00+00:00


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LO VERDADERO

* * *

«Ella se abatió sobre nosotros y fuimos conscientes de nuestra fragilidad», escribí, pero antes de que pudiera ponerle título a esta primera línea de mi historia me llamaron a recepción para el delicado ritual de la llegada de una celebridad: Jesse Shavers, el actor, muy alto, muy calvo, muy negro, sus respuestas monosilábicas le conferían una altivez majestuosa.

Mientras presidía esta ceremonia, una pérdida de tiempo, recordé que el día anterior, desde esa misma posición, vi a una mujer —el tema de la historia que tenía pensada— cruzando pausadamente el vestíbulo con la cabeza gacha. La mujer, que se había vuelto hacia Rose con aire apesadumbrado y la había cogido en brazos, era perfecta. «Su hija tiene conjuntivitis», me comunicó, un diagnóstico repentino y preciso. Había terminado por acostumbrarme a que los huéspedes del hotel me vinieran con exigencias, pero aquí había uno que me ofrecía un sagaz consejo médico. Afirmó que sabía lo que se decía. Se llamaba Monica Thrall y tampoco ella parecía encontrarse bien. Influenciado por un relato de Henry James que acababa de leer, decidí escribir un cuento basado en él y, supongo, en el temor de que mi hija cayera enferma. Tras la interrupción de Jesse Shavers, volví a mi despacho y escribí en mayúsculas «Lo verdadero» al comienzo de la página.

Monica Thrall se había puesto furiosa conmigo. «¿Cómo puede tratar a su hija de este modo? Si cree que usted no se preocupa por su salud podría hacer algo realmente terrible. ¿No se da cuenta?».

Se mostró tan apasionada y triste, y su forma de injuriarme fue tan apremiante y emocionada, que ordené que le subieran flores. Pero lo importante era su enojo. La mujer de nombre jamesiano se abatió sobre nosotros y fuimos conscientes de nuestra fragilidad. Y tenía razón. Compré un colirio y, al poco, Rose dejó de frotarse los ojos y comenzó a sonreír más.

«¿Intento mandar las flores de nuevo?», preguntó Marlene… sin llamar. Levanté la vista de la hoja en blanco. «Ayer no pude entregarlas. Había un letrero de “No molestar” en su puerta».

Asentí para que llevara a término el recado y pensé que también yo debería poner una advertencia similar en la puerta para poder escribir mi cuento sobre una mujer de mediana edad procedente de Gary, Indiana, que le diagnostica de manera fortuita una rara enfermedad a otro huésped del hotel y consigue así salvarle la vida. Si estos dos extraños no se hubieran alojado en el mismo hotel, el hombre habría muerto. Mejor sería que me olvidara del letrero de «No molestar»: ni siquiera podía cerrar la puerta del despacho. Estaba de servicio. Alguien podía necesitarme.

Una de las contradicciones de escribir una narración breve en Hawai —algo que jamás había intentado— era que sólo podía hacerlo cuando estaba trabajando. Escribir era imposible en la angosta suite de dos piezas que compartía con mi mujer y la niña. Me irritaba no tener un escritorio allí cuando mi hija de seis años sí que lo tenía.

La enfermera de mi cuento necesitaba un nuevo nombre y una nueva ciudad natal.



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