Himno by Ayn Rand

Himno by Ayn Rand

autor:Ayn Rand [Rand, Ayn]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción, Filosófico, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1938-12-14T16:00:00+00:00


VI

* * *

Hacía treinta días que no escribíamos. Hacía treinta días que no estábamos aquí, en nuestro túnel. Nos habían descubierto.

Sucedió la noche en que escribimos por última vez. Nos olvidamos, aquella noche, de vigilar la arena del cristal que nos dice cuándo han transcurrido tres horas y que es el momento de volver al Teatro de la Ciudad. Cuando nos acordamos, se había agotado la arena.

Nos fuimos corriendo al Teatro. Pero la gran carpa se alzaba gris y silenciosa hacia el cielo. Las calles de la Ciudad se extendían ante nosotros oscuras y desiertas. Si hubiésemos vuelto a escondernos en nuestro túnel, nos habrían descubierto y, con nosotros, a nuestra luz. Así que nos dirigimos al Hogar de los Barrenderos.

Cuando el Consejo del Hogar nos interrogó, miramos las caras del Consejo, pero en ellas no había curiosidad, ni ira, ni piedad. Así que, cuando uno de los más viejos nos preguntaron: «¿Dónde habéis estado?», nosotros pensamos en nuestra caja de cristal, y en nuestra luz, y nos olvidamos de todo lo demás. Y respondimos:

—No os lo vamos a decir.

El más viejo no nos preguntaron nada más. Se volvieron hacia los dos más jóvenes, y su voz dijo con apatía:

—Llevad a nuestro hermano Igualdad 7-2521 al Palacio de Detención Correccional. Azotadlos hasta que hablen.

Así que nos llevaron a la Sala de Piedra, debajo del Palacio de Detención Correccional. En esta sala no hay ventanas, y está vacía, salvo por un poste de hierro. Había dos hombres apostados junto al poste, desnudos, salvo por un mandil de piel y una capucha de piel sobre el rostro. Los que nos habían llevado allí se marcharon y nos dejaron con los dos jueces, que estaban en un rincón de la sala. Los jueces eran unos hombres menudos, delgados, grises y encorvados. Les dieron la señal a los dos fortachones encapuchados.

Nos arrancaron la ropa del cuerpo, nos tiraron al suelo sobre nuestras rodillas y nos ataron las manos al poste de hierro.

Con el primer latigazo, sentimos como si nos hubiesen cortado la columna en dos. El segundo latigazo detuvo el primero, y por un instante no sentimos nada, y después el dolor nos mordió la garganta y el fuego corrió por nuestros pulmones sin aire. Pero no gritamos.

El látigo silbaba, como un viento cantarín. Intentamos contar los latigazos, pero perdimos la cuenta. Sabíamos que nos estaban cayendo en la espalda, sólo que ya no nos sentíamos la espalda. Ante nuestros ojos no dejaba de danzar una rejilla al rojo vivo, y no pensábamos en nada más que en esa rejilla, una rejilla, una rejilla de cuadrados rojos, y entonces supimos que estábamos mirando los cuadrados de la rejilla de hierro en la puerta, y que también eran los cuadrados de piedra de las paredes, y los cuadrados que el látigo estaba cortando en nuestra espalda, cruzándose y volviéndose a cruzar en nuestra carne.

Después vimos un puño delante de nosotros. Nos golpeó la barbilla y vimos la espuma roja de nuestra boca en los dedos



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