Falcó by Arturo Pérez-Reverte

Falcó by Arturo Pérez-Reverte

autor:Arturo Pérez-Reverte [Pérez-Reverte, Arturo]
La lengua: spa
Format: epub, azw3, mobi
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2016-10-18T16:00:00+00:00


9. Cenizas en el consulado

Por la chimenea del consulado alemán salía demasiado humo; y Falcó, que lo había advertido cuando llegaba, se lo hizo notar a Sánchez-Kopenick.

—Ya me da igual —dijo el cónsul—. Lo he quemado casi todo.

Lo condujo al despacho, que era un desbarajuste de cajones abiertos y archivadores vacíos junto a la chimenea llena de cenizas. Había restos de pavesas de papel por todas partes, tapizando el suelo y los muebles con una capa de polvillo negro y gris.

—Me voy dentro de una hora —añadió Sánchez-Kopenick—. Antes del mediodía, Alemania reconocerá el gobierno de Franco.

Tenía cercos oscuros bajo los ojos y su aspecto era de haber pasado la noche en vela. Dirigió un vistazo Falcó al retrato del canciller Hitler enmarcado sobre la repisa de la chimenea. Estaba ennegrecido por el humo de medio cuerpo para abajo, y dedujo que el cónsul tal vez había experimentado algún malicioso placer dejándolo ahumarse allí mientras quemaba documentos. Por la puerta abierta que daba a una habitación contigua se veían dos maletas, un abrigo y un sombrero puestos encima.

—¿Se va usted por tierra?

—Por mar. Tengo prisa en salir de aquí, pues las reacciones locales pueden ser impredecibles… Una lancha me espera en el puerto para llevarme al Deutschland.

Enarcó Falcó una ceja, interesado. Todo se iba definiendo, al fin. Fuera máscaras. El Deutschland era un potente acorazado alemán, y hasta ese momento él ignoraba que navegase por aquellas aguas. Eso significaba que el Gobierno del Reich tomaba precauciones serias. Proteger a los súbditos que estuviesen en zona roja y enseñar de paso los dientes. Era la sonrisa peligrosa de un tiburón, dispuesto ya a morder sin disimulo.

—Tengo algo para usted —dijo el cónsul—. Menos mal que ha venido.

Fue hasta la caja fuerte situada en un rincón del despacho, que estaba abierta —había una pistola Luger dentro, observó Falcó—, y extrajo un sobre que le pasó a Falcó. Contenía dos hojas de papel.

—Es la última comunicación que recibí de Salamanca, vía Berlín. Hace tres horas.

Falcó echó un vistazo a los mensajes. Estaban cifrados. Grupos de letras y números. Necesitaría el libro de códigos y media hora larga para poner en claro aque­llo.

—Ya no habrá forma de responder, supongo —aventuró.

—Supone bien. Acabo de inutilizar el teletipo. Y no me atrevo a usar el teléfono.

De la misma caja fuerte había sacado una caja de cigarros Partagás. Quedaban tres. Ofreció uno a Falcó, se puso otro en la boca y se introdujo el tercero en el bolsillo superior de la chaqueta, donde asomaba el dobladillo blanco de un pañuelo.

—Éstos no se los fumará la República —dijo mientras Falcó le daba fuego.

Después fue hasta la mesa de despacho, abrió un cajón y regresó con una botella de Courvoisier y dos vasos sobre los que sopló para limpiarlos de cenizas.

—¿Bebe coñac?

—Bebo lo que se tercie.

—Pues despidámonos como es debido. Prosit.

Fumaron y bebieron sin prisa. Al otro lado de la ventana, en la espléndida panorámica del puerto desplegada al pie de la muralla, el sol iluminaba los tinglados portuarios, las grúas y las siluetas grises de los barcos de guerra fondeados a este lado de los rompeolas.



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