Espada de reyes by Bernard Cornwell

Espada de reyes by Bernard Cornwell

autor:Bernard Cornwell [Cornwell, Bernard]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-10-03T00:00:00+00:00


* * *

—La Iglesia —comenzó a decir el padre Odda cuando alcanzamos la planta baja— no aprueba la esclavitud, señor.

—Pues yo he conocido a esclavos que servían a amos ordenados.

—No es una práctica apropiada —respondió—, pero las Escrituras no la prohíben.

—¿Qué intentáis decir, padre?

Se encogió, estremecido, al escucharse otro grito desgarrador, aún más terrible, más que cualquiera de los que habíamos oído desde que llegamos al pie de la escalera.

—Bien hecho, chica —musitó Finan.

—La venganza es prerrogativa de Dios —indicó el padre Odda—, exclusivamente suya.

—Vuestro Dios —respondí ásperamente.

—En su Epístola a los romanos —comentó el clérigo—, san Pablo nos conmina a abandonar toda idea de desquite en manos del Señor.

—Pues el Señor ha tardado bastante en vengar a Benedetta —contesté.

—Y ese grasiento canalla se merece lo que le están haciendo —terció Finan.

—No lo dudo, pero, al animarla a levantar la mano contra él —se enserió el cura mirándome directamente a los ojos—, la habéis empujado a cometer un pecado mortal.

—Entonces intervendréis vos y la acogeréis en confesión —dije secamente.

—Es una mujer frágil —afirmó Odda—, y no seré yo quien aumente la carga de su alma quebradiza con un pecado que la aleja de la gracia de Cristo.

—Es más fuerte de lo que parece —aseguré.

—¡Es una mujer! —soltó gravemente—. Y las mujeres son vasos endebles. He cometido una falta —añadió, claramente apesadumbrado—. Debería haberla detenido. Si ese hombre merecía la muerte, debería haber sido por mano de hombre, no por la suya.

Desde luego, en eso tenía razón. Yo no tenía la menor duda de que la multitud de delitos de Gunnald había hecho que se ganara a pulso su destino, pero lo que acababa de desatar en el ático era una crueldad. Lo había condenado a una muerte lenta, terrible y dolorosa. Podía haber atendido a lo que era de justicia con un rápido sacrificio, tan veloz como el que había dado al infame Halfdan tanto tiempo atrás. Sin embargo, en este caso había preferido el salvajismo. Y a ello me había impulsado el solo hecho de saber que de ese modo complacería a Benedetta. Un nuevo aullido atravesó el edificio, remitió un instante, y luego volvió a intensificarse.

—¡No habéis obrado decentemente —repetía el padre Odda— al exponer a esa mujer a los peligros del pecado mortal!

En sus palabras se percibía un gran fervor, tanto que acabé preguntándome si el curita danés no se sentiría atraído por Benedetta. Aquella idea desató en mi interior un ramalazo de celos. La joven italiana era hermosa, de una belleza rotunda e indudable, pero en su esplendoroso encanto había algo sombrío. Una profunda herida le encolerizaba el alma. Me dije que en ese preciso instante Benedetta cabalgaba a lomos de la ira, armada con Aguijón de Avispa.

—Rezad por ella, padre —dije despectivamente—, que yo voy a echarle un vistazo al barco que ha de llevarnos de vuelta a casa.

Conduje a Finan al exterior, donde despuntaban ya los primeros rayos de sol. Los aullidos de Gunnald se habían debilitado a tal punto que ahora solo oíamos



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