Escuela y prisiones de Vicentito González by Juan Eslava Galán

Escuela y prisiones de Vicentito González by Juan Eslava Galán

autor:Juan Eslava Galán [Eslava Galán, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1999-12-31T16:00:00+00:00


Como eran voluntarios, los coloquios no estaban muy solicitados, pero eran una buena ocasión para que los empollones y los pelotas hicieran méritos con éste o aquel hermano. Algunos hermanos incluso les facilitaban cilicios de alambre a sus más íntimos seguidores para que los llevaran puestos en el muslo durante los ejercicios. Los cilicios dejaban una banda de puntitos de sangre que los ciliciados nos mostraban a los religiosamente tibios a la salida del colegio para que viéramos lo viriles que eran.

Los que no teníamos hermano al que hacer la pelota, porque por una razón u otra estábamos desahuciados del camino de los hombres de bien, nos pasábamos el día en la meditación, o sea, paseando por los campos de fútbol con la cabeza gacha sin que se notara mucho que íbamos charlando con el de al lado o leyendo tebeos que disimulábamos entre los libros de meditación y las biografías del fundador del colegio.

Algunos alumnos de los cursos mayores hacían corrillos para hablar de sexo detrás de la piscina o junto al frontón, lejos de la mirada de los curas. No solían admitir a los pequeños en sus conciliábulos, pero hacían una excepción con los del Paralelo de la Muerte. En una de aquellas reuniones me enteré de los misterios de la vida, de que la leche que sale al meneársela se llama en realidad vaciá y que, cuando uno quiere que salga hijo, hay que meter además del pito, el huevo derecho, y si se quiere que sea hija, los dos huevos. A esto objetó Haro que era más lógico que para hijo, que es el macho, hubiera que meter los dos huevos, pero el que lo explicaba, que era uno de Preu, insistió en que los dos huevos eran para hija, que lo había leído en un libro que tenía su padre.

Todas las tardes, después de rezar el Rosario en la explanada de la pista de patinaje, ordenados por cursos, para evitar escaqueos, volvíamos a la capilla para otra Santa Misa.

—Tanta misa ya me está cargando. ¿No te parece que son muchas misas para tan poco niño? —protestaba mi padre.

—Ay, Señor, ¿en qué te he ofendido para que me hayas dado un marido ateo que le está quitando a mis hijos la poca fe que tienen? —decía mi madre mirando al cielo en plan trágico.

El día de la clausura de los ejercicios, media docena de jesuitas jóvenes nos confesaban para la comunión general, que se hacía por la tarde, después del Rosario, ordenadamente y por cursos, para que cada hermano comprobara que todos sus alumnos se santificaban con el Sacramento y ninguno se perdía su ración de Gracia Santificante.

Pasados los ejercicios, volvíamos a la monotonía de las clases, y Nicuesa, que sólo se masturbaba en caso de extrema necesidad y visitaba al Santísimo diariamente, se resignaba a esperar los ejercicios del curso siguiente a ver si por fin se le aparecía la Virgen.

En el colegio, como era tan moderno, había un cine tan grande como el Lis Palace o el Darymelia, los mejores de la ciudad.



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