Escrito en el cuerpo by Jeanette Winterson

Escrito en el cuerpo by Jeanette Winterson

autor:Jeanette Winterson [Winterson, Jeanette]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1991-12-31T16:00:00+00:00


Hice la maleta y tomé un tren a Yorkshire. Borré mis huellas para que Louise no pudiera encontrarme. Me llevé trabajo y el dinero que tenía, el que quedaba después de pagar un año de hipoteca, dinero suficiente para un par de meses. Encontré una diminuta casita de campo y un apartado de correos para mis editores y un amigo que se comprometió a ayudarme. Encontré empleo en un bar de lujo. Un bar que servía cenas para los nuevos refugiados que pensaban que el pescado frito y las patatas fritas eran propios de la clase obrera. Servíamos pommes frites y un lenguado de Dover que no había visto un acantilado en su vida. Servíamos gambas tan envasadas en hielo que a veces las echábamos, por error, en las bebidas. «Es una nueva moda, señor, escocés on the rocks à la gamba». Después de eso, todo el mundo quería uno.

Mi trabajo consistía en poner cubetas para Frascati sobre minúsculas mesas modernas y tomar nota de la comanda. Ofrecíamos el especial mediterráneo (pescado frito con patatas fritas), el especial vieja inglaterra (salchicha con patatas fritas) y el especial enamorados (chuletitas para dos con patatas fritas y vinagre aromático). Había un menú à la carte, pero nadie lo podía encontrar. Durante toda la noche, la puerta elegantemente tachonada y pintada de verde hule que daba a las cocinas oscilaba de un lado a otro ofreciendo un breve vistazo de dos ajetreados chefs con gorros como campanarios.

—Pásame otra pizza, Kev.

—Aquella quiere doble ración de maíz.

—Pues tírame el abrelatas.

Los hipnóticos y sordos golpes de los bajos en los altavoces del bar sofocaban ampliamente el incesante campanilleo de los múltiples microondas apilados como un terminal de la NASA. Nadie preguntó nunca cómo hacíamos la comida, y si alguien lo hubiera hecho, habría recibido una postal de las cocinas con saludos del chef para tranquilizarlo. No eran nuestras cocinas, pero podrían haberlo sido. El pan era tan blanco que resplandecía.

Compré una bicicleta para cubrir las veinte millas que separaban el bar y mi casucha alquilada. Quería que el cansancio pudiera con el pensamiento. Y, aun así, cada giro de la rueda era Louise.

La casita tenía una mesa, dos sillas, una alfombrilla de esparto y una cama con un colchón enrollado. Si necesitaba más calor, cortaba madera y encendía el fuego. La casita había estado mucho tiempo abandonada. Nadie quería vivir en ella y nadie más habría sido lo bastante estúpido para alquilarla. No había teléfono y la bañera estaba en una habitación dividida por medio tabique. Las corrientes de aire entraban resollando a través de una ventana mal entablada. El suelo crujía como el escenario de una película de horror de la Hammer. Era sucia, deprimente e ideal. Los dueños pensaron que yo era idiota. Soy idiota.

Había un sillón grasiento junto a la chimenea, hundido entre su tapicería desprendida como un viejo con el traje de cuando era joven. Deja que me siente en él para no volver a levantarme. Quiero pudrirme ahí, hundiéndome poco a poco en el ajado estampado, invisible contra las rosas muertas.



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