Entre el cielo y la tierra by María Vallejo-Nágera

Entre el cielo y la tierra by María Vallejo-Nágera

autor:María Vallejo-Nágera
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Espiritualidad
publicado: 2005-08-09T22:00:00+00:00


El patio y su jardincito central parecían los mismos y en realidad lo eran, pero de pronto se había llenado de multitud de figuras. Parecían humanas, pero a primera vista estaban hechas como de humo. Sólo se notaba los perfiles exteriores de gente. Al menos a mí lo que me vino a la cabeza es que eran personas, pero hechas de vaho o bruma. Algunas eran más alargadas y otras más anchotas. Era del todo imposible distinguir los rasgos en los rostros.

«Pero ¿qué porras es esto? —pensé llena de asombro—. Debo de tener las gafas manchadas con huellas dactilares o con polvo.» Me quité las gafas, las limpié con un pañuelo que saqué del bolsillo y me las volví a colocar sobre la nariz. Agudicé la vista, pero nada cambió. Ahí estaban todas delante de mí y yo sentía que me miraban sin poder diferenciar ni siquiera si tenían ojos.

Me sorprendió muchísimo descubrir que aquellas sombras o figuras se movían. Unas iban hacia delante y hasta me pareció percibir que varias clareaban hacia tonos más luminosos, más ligeros. «Santa María, madre de Dios...», repetían las monjitas mientras continuaban con su lenta marcha hacia la capilla. En el momento en el que comenzaron el tercer avemaría, me pegué un susto de muerte, pues una de esas figuras de humo se comenzó a elevar despacito hacia el cielo, adquiriendo cada vez un tono más blanco, más claro.

—¡Arrea! —dije en alto.

Las monjas no parecieron percatarse de mi exclamación. Pero mi amiga Tere, que es más rápida que una liebre, me dio un codazo.

—Shhh... Estás hablando en alto, boba. Ya estás con tus distracciones. ¡Concéntrate!

—Es que... ¿No ves que...? —comencé a decir.

Pero opté por callar, pues Tere es muy mandona y aunque tiene buen corazón puede perder rápido la paciencia. Me volví de nuevo hacia el patio y ahí seguían. Me quedé quieta unos segundos, agudizando la vista y esforzándome para que no se me notara nada extraño.

—Pero ¿qué es lo que te pasa? —me dijo de pronto mi otra amiga, Paula, al ver que me había parado y me separaba un poco del grupo de monjitas—. ¿Por qué te paras?

—Oye... —le dije señalando con un dedo aquellos seres—. ¿Tú no ves nada allí?

Paula miró hacia el patio y me clavó los ojos con las cejas levantadas.

—Pero ¿qué porras dices? Yo no veo nada... Bueno, sí. Veo un patio bastante feo con unas tumbas medio llenas de hierbajos, algunas cruces y una estatua de la Pilarica. ¿Por qué?

«¡Ay, mi madre! —pensé notando cómo me recorría un escalofrío por el espinazo—. Que me parece que estoy viendo cosas raras que no ven las demás.»

A todo esto, tales figuras se estaban comenzando a transformar de forma tan rápida, que ya casi no me daba tiempo de fijarme en cuál se aclaraba y cuál no. Había algunas que estaban formadas de un humo negro parecido al que sale del tostador cuando se le quema a uno una rebanada de pan. Pero ahora, siempre al unísono de las



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