Entre dioses y terrícolas by Carlos Sáiz Cidoncha

Entre dioses y terrícolas by Carlos Sáiz Cidoncha

autor:Carlos Sáiz Cidoncha [Sáiz Cidoncha, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1996-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo X

Del extraño planeta Gherrod

Entrarás en contacto con las autoridades de este mundo —me instruyó Sigmund—. Les dirás como está la situación, ni más ni menos. Ciertamente no puedo controlar lo que hables, pero confío en tu buen sentido. De una forma u otra, les pedirás las coordenadas espaciales de vuestro planeta capital, alguien tiene que saberlas aquí. Pretendo ir a continuación hasta allá, tras dejar una cápsula mensajera para la flota ¿entiendes? Todavía podemos llegar a una conclusión pacífica, si los tuyos se someten.

Asentí, imitando el gesto humano.

—No te hagas el héroe suicida —aconsejó el capitán, sin hostilidad—. Aunque todos muriéramos, la Azagaya continuaría en el espacio, y no creo que quién tomara entonces el mando fuera más benévolo que yo hacia los tuyos —se refería a Alaric, desde luego, y no pude sino estar de acuerdo con él—. Piensa que aunque la misma Azagaya fuera destruida de alguna manera, la flota sabe ya todo lo que necesita. Interrogaría a fondo a los nativos y les sacaría todo lo que le interesara conocer.

—Está bien —dije.

—Y tampoco debes pensar en engañarme. Serás sometido al detector de mentiras después de las negociaciones, y no vacilaría en castigarte duramente si intentaras llevar un doble juego. ¡Ah, ahí llegamos!

Ambos desviamos la vista hacia la pantalla de proa. El paisaje del nuevo mundo se deslizaba bajo nosotros, y en el horizonte pude advertir el brillo de una corriente líquida. Instantes después cruzamos sobre una pequeña aglomeración de edificios. Pude ver los campos de cultivo en tomo a la población.

—Todos en alerta de combate —ordenó Sigmund—. Descendamos. Los humanos aprestaron sus armas, en tanto que el oficial piloto hacía que la lanzadera describiese un círculo en torno a los edificios antes de descender cerca de ellos. La nave tomó tierra en las proximidades de un campo sembrado, cuyas espigas ondeaban perezosamente al viento.

—Verificación de la atmósfera —ordenó Sigmund.

El oficial piloto consultó un cuadrante del salpicadero.

—Comprobada como respirable —recitó—. Ninguna amenaza para la Humanidad.

Aquella debía ser una frase ritual; el capitán se limitó a asentir, sin pedir nuevas aclaraciones.

—Rutina de desembarco —dijo—. Vidkun queda a bordo con diez guerreros, el resto desciende conmigo. ¡Alipherath, a mi lado!

Abrióse la compuerta y descendimos, primero el capitán, y yo a continuación. Percibí los aromas del nuevo mundo, que me parecieron agradables. La gravedad era similar a la de Thalestris, y encontré la atmósfera incluso mejor, con un cierto efecto vivificante. Respiré hondamente, mientras los humanos se desplegaban con las armas preparadas.

De momento no advertimos ninguna reacción nativa. Varios edificios aislados quedaban a nuestra vista, quizá granjas o casas de campo, cuyo estilo me pareció familiar. Pero ningún ser animado se hizo presente.

—Parece que nuestra llegada no les interesa —gruñó Sigmund.

—¡Para mí que están muertos de miedo! —intervino el oficial Heimdell—. Supongo que tendremos que ir a sacarles de sus agujeros.

Esperamos unos minutos, durante los cuales la situación no varió. Pero cuando ya Sigmund se disponía a dar la orden de avance, pude captar un movimiento en el limite del campo cultivado.



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