Encantos ocultos by Adele Ashworth

Encantos ocultos by Adele Ashworth

autor:Adele Ashworth [Ashworth, Adele]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Romántico
publicado: 2007-12-31T23:00:00+00:00


Capítulo 10

El salón de baile había pasado de caluroso y viciado a ardiente y opresivo, pero Natalie apenas lo advirtió. Abrió el abanico, agitándolo mecánicamente, y estudió a los caballeros invitados con renovado interés. Jonathan caminaba a su lado, impasible como siempre, o al menos no tan descaradamente sudoroso como los demás. Pero en ese momento muchos de los presentes se dirigían de nuevo al exterior, y las ventanas ya habían sido abiertas completamente, así que, después de todo, tal vez disminuyera el calor.

Natalie vio entonces a Annette-Elise en el centro de la pista de baile bailando un vals con su padre, y los pensamientos empezaron a agolpársele en la cabeza. Se detuvo y se quedó mirando fijamente, lo que obligó a Jonathan a hacer lo mismo. Este desvió la mirada hacia el lugar en el que Natalie mantenía fija la suya y se inclinó para susurrarle al oído.

—Deslumbrante, ¿no es verdad?

Ella supo que se estaba refiriendo al collar. A sus dieciocho años, Annette-Elise solo podía ser descrita como una mujer de moderado encanto. Llevaba el pelo castaño claro recogido en lo alto de la cabeza e intentaba esconder su tez rubicunda bajo unos rizos que le caían por la cara. Era gruesa de constitución, aunque no gorda, casi… carente de formas, sin pecho ni cintura, como si se dijera, y, por desgracia, su falta de experiencia la había llevado a intentar llamar la atención hacia lo uno y lo otro con el corte del vestido. Era evidente que la elección de la ropa para la ocasión había sido hecha bajo la supervisión de la madrastra, porque la muchacha lucía un vestido de satén verde menta de lo menos favorecedor, a lo que contribuían con saña unos enormes lazos verde esmeralda y metros y metros de encaje blanco repartidos por toda la extensión de la falda. Pero todo lo relacionado con su aspecto pasaba en la práctica inadvertido en cuanto se echaba un simple vistazo al collar.

La pieza era espléndida —impresionante—, y Natalie no pudo por menos que quedársela mirando fijamente. Tenía un diseño marcadamente anguloso, no era suave ni redondeado, como solía ser lo habitual. La gruesa cadena de oro no mediría más de treinta y cinco centímetros de largo, no obstante lo cual aparecía cubierta en toda su extensión por una docena de esmeraldas, separadas algo más de medio centímetro unas de otras y talladas en grandes cortes, cada uno de más de tres centímetros cuadrados. Pero lo que hacía al collar tan incomparable era que las esmeraldas no colgaban en círculo, sujetas al collar de oro por su parte superior. Un joyero experto había invertido una cantidad enorme de tiempo en seccionar cada esmeralda a la perfección y en unirlas luego de manera individual en el lugar exacto, ya fuera en las esquinas, en los lados o en cualquier otro sitio de la parte superior o de la inferior, añadiendo oro cuando se había hecho necesario, de manera que cada piedra colgaba completamente derecha en ángulo recto en relación a las demás y al suelo cuando se lucía.



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