En los brazos del jefe by Elizabeth Harbison

En los brazos del jefe by Elizabeth Harbison

autor:Elizabeth Harbison
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
publicado: 2017-08-09T22:00:00+00:00


El tipo jugó sucio.

Evan casi lo había atrapado, su mano estaba a punto de alcanzar al menos el bolso, aunque no pudiera darle su merecido al ladrón, pero al parecer este tenía un cómplice esperándolo. Corriendo hacia un callejón, el individuo gritó algo así como «¡Carmen!», y un hombre mucho más grande salió de entre las sombras y le dio un puñetazo a Evan en el pómulo.

El golpe lo aturdió, y después tendría la certeza de que por unos segundos había parecido un personaje de dibujos animados, tambaleándose de un lado para otro, completamente desorientado. Entonces el fortachón lo tomó por la camisa, que se rasgó, y le dio un cabezazo para rematar la faena.

Para cuando consiguió incorporarse, hacía bastante que los dos asaltantes se habían ido. Mientras volvía hacia donde había dejado a Meredith, Evan sentía como si su orgullo se hubiera esfumado en el bolso de ella; la mujer seguía esperándolo en el mismo sitio, retorciéndose las manos.

–Lo siento –dijo mientras se acercaba a ella–, se han escapado.

–¿Había más de uno?

Evan asintió y contestó:

–Nuestro amigo tenía a un colega esperando al lado de unos contenedores de basura detrás de un restaurante.

–Oh, Evan… –Meredith lo miró, horrorizada.

–El tipo me cazó antes de que me diera cuenta –dijo él, sacudiendo la cabeza–. Al parecer, no soy tan joven ni tan rápido como antes –la mirada conmocionada de ella incrementó su vergüenza; debería haber sido capaz de alcanzar al ladrón y recuperar el bolso–. Lo siento, Meredith.

Ella aún seguía mirándolo con los ojos abiertos de par en par.

–Tenemos que ir a curarte ahora mismo –dijo.

–No te preocupes, solo es una camisa rasgada –dijo él, quitándole hierro al asunto. Bajó la mirada, creyendo que vería un rasgón hasta el ombligo, pero se dio cuenta de que la camisa tenía una mancha roja bastante grande. Sangre.

De forma automática, Evan levantó una mano a su mejilla, y de inmediato sintió el corte abierto y la sangre caliente, resbaladiza y pegajosa que salía de la herida. Entonces empezó a doler, y Evan murmuró un juramento.

–Y que lo digas –dijo Meredith; avanzó hacia él y enlazó el bazo con el del hombre–. Mi coche está en el aparcamiento, ahí al lado; ¿crees que podrás llegar?

Evan disfrutó del contacto de la piel femenina; parte de él quería ir con ella, pero sabía que no era necesario.

–El mío está solo a un par de calles de aquí –dijo–. Puedo ir por él, no te preocupes.

–No vas a conducir –dijo Meredith con firmeza.

–Bueno, pues no pienso manchar tu coche de sangre.

–Tengo pañuelos de papel en la guantera.

Evan soltó una carcajada y comentó:

–Sí, con eso bastará.

–Bastará hasta que lleguemos al hospital –contestó Meredith, mirándolo con severidad.

–No, ni hablar. No voy a ir al hospital, esto es solo… –se tocó la mejilla de nuevo, y dio un respingo de dolor–. Solo es una herida superficial; mañana no habrá ni rastro de ella.

Meredith resopló y lo arrastró hasta su coche.

–Sí, porque seguramente tendrás encima más vendas que las que llevaba Boris Karloff en La momia.



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