En dudosa batalla by John Steinbeck

En dudosa batalla by John Steinbeck

autor:John Steinbeck [Steinbeck, John]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1936-04-22T16:00:00+00:00


Arrastrando los pies al mismo tiempo, atravesaron un cruce seguidos por una nube de polvo gris. Alguien observó:

—Igual que en Francia. Si todo estuviera embarrado, sería igual que en Francia.

—¡Demonio, pero si tú no estuviste en Francia!

—Ya lo creo. Estuve cinco meses en Francia.

—No andas como un soldado.

—No quiero andar como un soldado; ya anduve bastante. Y ade más me dieron.

—¿Dónde están los esquiroles?

—Parece como si los hubiéramos ahuyentado. No veo trabajar a nadie. Esta huelga la tenemos ganada.

—Pues claro que la tienes ganada, compadre —terció Sam—. No has dado golpe y has ganado, ¿eh? ¡No seas estúpido, maldita sea!

—Pero seguro que les hemos metido el miedo en el cuerpo a los polis esta mañana. ¿A que no ves polis por los alrededores?

—Verás un montón de ellos antes de que salgas de ésta, compadre —sentenció Sam—. Eres como todos los desgraciados del mundo: ahora te sientes el rey del infierno, dentro de un minuto te dará el dolor de tripas, y después te rajarás.

Un coro airado lo interrumpió:

—¿Es eso lo que crees, listillo? Bueno, pues dinos que hagamos algo.

—No tienes derecho a hablar así. ¿Qué diablos has hecho tú?

—Os diré lo que he hecho —dijo Sam, escupiendo en la carretera—. Yo estaba en San Francisco cuando el Jueves sangriento. Derribé a un poli del caballo; fui uno de los que se apoderó de las porras de una carpintería, donde las estaban fabricando para los polis. Aquí conservo una, como recuerdo.

—Eres un maldito embustero. Tú no eres un estibador, sino un bracero piojoso que trabaja en los frutales.

—Desde luego que soy un bracero que trabaja en los frutales. ¿Y sabéis por qué? Porque estoy en la lista negra de todas las compañías de navegación de este maldito país; por eso. —Hablaba con orgullo, y a su afirmación siguió un silencio. Luego continuó—: He presenciado más disturbios de los que hayáis visto nunca vosotros, cabezas de chorlitos, desgraciados. —Su tono autosatisfactorio los tenía subyugados—. Ahora, mantened los ojos fijos en las hileras de árboles, y basta de charlas.

Avanzaron un trecho.

—Mirad. Ahí hay cajas.

—¿Dónde?

—Maldita sea, ahí abajo, en esa hilera.

Jim miró en la dirección que señalaban y exclamó:

—¡Allí hay hombres!

—Anda, estibador —animó uno del grupo—, ve delante.

Sam permaneció inmóvil en la carretera y preguntó:

—Muchachos, ¿estáis dispuestos a seguir mis órdenes?

—Desde luego que las seguiremos, si son buenas, maldita sea.

—Muy bien, entonces. Permaneced juntos. No quiero que ya de entrada os lancéis a la acometida, para salir pitando como alma que lleva el diablo en cuanto algo no funcione. Vamos, todos juntos.

Abandonaron la carretera, salvaron una profunda acequia seca y avanzaron hacia el final de la doble hilera de árboles. Conforme se acercaban al montón de cajas, empezaron a bajar de los árboles los hombres y a congregarse en un grupo, presas del nerviosismo.

Un contador permanecía junto a las cajas apiladas. Al advertir que el piquete se acercaba, tomó de una caja una escopeta de caza de doble cañón y avanzó unos pasos hacia los recién llegados.

—¿Quieren trabajar? —gritó.

Un coro de abucheos le respondió. Uno de los hombres se metió en la boca los índices y emitió un penetrante silbido.



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